sábado, 5 de octubre de 2019

“PARAJE LUNA”, DE FERNANDO CRESPI


La siguiente reseña de la obra "Paraje Luna" se publicó en el número 191 de la revista teatral CONJUNTO, de Cuba. Su autor, el argentino Fernando Crespi, nacido y residente en Pergamino, obtuvo por este texto el Premio Literario Casa de las Américas 2018 en la categoría Teatro. Un galardón que antes obtuvieron figuras de la talla de Julio Cortázar, Ezequiel Martínez Estrada, David Viñas, Juan Gelman, Osvaldo Dragún, Noé Jitrik, Atilio Borón, Enrique Buenaventura, Antonio Skármeta o Eduardo Galeano. El prestigio internacional de esta distinción confirma, una vez más, la relevancia del teatro argentino en los escenarios del mundo. 
Fernando Crespi y su texto "Paraje Luna"
editado por Casa de las Américas.
 
 
PAISAJE HUMANO EN "PARAJE LUNA",
DE FERNANDO CRESPI
Por Olga Cosentino

       – Y, en la ciudad es así: viven de la mentira, diga la verdad.

-      Acá, nosotros, mentir ¡nunca!, ¿eh? Cuanto mucho escondemos un poco, por pudor, por respeto.

 

La afirmación y su réplica definen el conflicto campo-ciudad, eje de la trama de Paraje Luna, la obra del dramaturgo argentino Fernando Crespi que resultó ganadora del Premio Literario Casa de las Américas 2018 en la categoría Teatro.

         Recientemente editada por Casa, la pieza tiene el doble valor de ser una tentadora hipótesis para la escena y, a la vez, una historia de impecable desarrollo y gozosa irreverencia. A partir del clásico antagonismo entre lo urbano y lo rural, la trama va desnudando los múltiples desencuentros de la familia humana, en un registro que combina el aguafuerte costumbrista con la tierna ironía, sin ocultar (pero sin subrayar) el trasfondo de honda desventura que acorrala siempre los sueños de los más frágiles. Sin énfasis, de manera tácita y hasta opcional para cada lector o espectador, la propuesta divierte e invita, también, a observar a través de la risa. Y a advertir, por ejemplo, que en la ciudad o en el campo -para el caso es lo mismo-, la lucha entre los que tienen poco y los que no tienen nada es el efecto visible de un mecanismo opaco, generado y usufructuado por los que lo tienen todo. Y codician más.

         Es que la obra que aquí reseñamos, como gran parte del teatro argentino del siglo XX y lo que va del XXI, abreva en el grotesco criollo, subgénero creado por el dramaturgo Armando Discépolo (1887-1971), deudor a su vez del grottesco italiano y de Luigi Pirandello. Una teatralidad que sintetiza lo trágico y lo ridículo, que congela la carcajada en mueca al revelar la profunda, inmerecida desdicha de los personajes que provocan risa.  

         En este caso, también la ficción escénica concebida por Crespi captura con humor ciertas deformidades sociales generadas por una configuración del mundo injusta, abusiva y caótica. Víctimas de ese desorden estructural, los personajes de Paraje Luna resultan cómicos cuando exhiben sus anomalías en acciones cotidianas. Pero son a la vez referencia dolorosa de las causas que los condenan a errar entre realidad e irrealidad, a naturalizar el absurdo de sus existencias, a deambular entre conocimiento, superstición y desinformación; a convivir con el desarraigo y la pérdida forzada de la identidad o a buscar soluciones mágicas.

         El lugar de la acción es, como define el título, una suerte de aldea o locación campesina de pocos pobladores, cuyas costumbres, sueños, fantasmas y prejuicios constituyen una réplica, en pequeña escala, del gran mundo que la contiene. Una locación ficcional que evoca otra real, ya que el Paraje Arroyo de Luna es un punto geográfico del interior de la provincia de Buenos Aires, cercano a la ciudad de Pergamino, donde reside el autor. Un poblado por donde el tren ha dejado de pasar y, con él, la posibilidad de comunicarse, crecer y hasta sobrevivir. Y donde no es difícil reconocer rasgos y desventuras de otros poblados rurales en otras latitudes, sobre todo del Sur Global y en particular de Nuestra América. Por su parte, la reducción del nombre geográfico (Paraje Luna, elidiendo Arroyo) que eligió el dramaturgo para el título, no parece gratuito. Añade extrañeza, cierta condición lunática, no terrenal, a la desmesura de la anécdota. Un atributo que, ciertamente, no es ajeno a las leyendas y mitos fundacionales que sobreviven, como una defensa natural, en las comunidades más asediadas por la depredación contemporánea.

         El conflicto principal que desespera a la gente de Paraje Luna es una atroz y prolongada sequía. Una calamidad climática tan antigua como el planeta pero de renovada y dramática actualidad, sobre todo en los territorios más expuestos a la sobreexplotación. Pero eso no lo saben ni se lo plantean los personajes. Para hacer frente al infortunio, el sediento grupo humano apela al sincretismo de ciencia y fe: se contrata a un ingeniero de la capital, supuesto inventor de una improbable máquina de hacer llover.

         La pieza comienza con la llegada del forastero salvador que será, de suyo, una presencia disruptiva. Antes que el insólito artefacto, el visitante pondrá en marcha una cadena de malentendidos y situaciones extravagantes, propia de cualquier choque cultural.

         DOÑA ENCARNACIÓN: ¡Ah! (…), el hombre es el que    hace llover y…          otros milagros.

         INGENIERO: Bueno, yo no hago milagros. Lo mío es      una   ciencia.

         DOÑA ENCARNACIÓN: Hay que creer o reventar, m’hijita. Este mozo parece muy estudiado. Salió en el          diario.

         BEBA: (Desde su pieza.) ¡Mamá! Ya le dije que estos      hombres que vienen de afuera engañan a la gente.

 

Quien más, quien menos, todos los personajes llevan a cuestas sus identidades descalabradas. Van a tientas entre lo que pugnan por ser (o tener) y lo que apenas son. El caso más estrafalario es el de los Mellizos 1 y 2, ambos llamados José y casados con la misma mujer, la Chola, a quien en el reparto de personajes el autor caracteriza como “alegre y dispuesta para todos”.

         La historia del teatro registra numerosos casos en los que mellizos o gemelos sirven a tramas que indagan en el tema del doble o la confusión de identidades, lo que permite un juego de equívocos de rendidora comicidad. Desde la comedia romana Los gemelos, de Plauto (-216 / -186 a.C.), pasando por los varios espectáculos del polaco Tadeusz Kantor (1915 / 1990), el recurso de poner en escena dos personajes idénticos permite desplegar infinitas situaciones en las que juegan el ingenio, la trampa, la diversión y hasta complejas abstracciones sobre el Otro como categoría filosófica.

         MELLIZO 2. ¿Usted nos toma por tontos?

         INGENIERO. No.

         MELLIZO 1. Porque, somos tontos.

         MELLIZO 2. De nacimiento.

         MELLIZO 1. Nacimos mal.

         MELLIZO 2. Está en el certificado.

         MELLIZO 1.  Dicen, que porque somos mellizos por parte de   madre.

         MELLIZO 2. Nuestros padres eran mellizos.

         MELLIZO 1. Mi papá se llamaba José.

         MELLIZO 2. Igual que el mío.

         MELLIZO 1. Y a mí me pusieron José como mi papá.

         MELLIZO 2. Y a mí como mi papá, José.

         Pero si bien se mira, poner a José y José en la trama de Paraje Luna no tiene por qué ser, excluyentemente, un recurso fantasioso para imaginar y construir personajes disparatados. Tanto como la querendona Chola, mujer de ambos; o como Duillo, el alcalde de florida oratoria; o como la tosca Doña Encarnación, su madre; o el dudoso Ingeniero, o la oscura y mística María, o la Beba, pedicura emocional según la caracterización que le atribuye el reparto de personajes, esos mellizos no son más extraños o distópicos que cualquier individuo de la vida real. Porque cada persona, aunque incluida en la uniformizante categoría de “gente común”, es única.  Observarla con atención hasta reconocer lo que le es propio es parte del oficio del dramaturgo. Que en este caso expone, además, una innegable empatía con sus criaturas. No hay héroes y villanos; todos revistan en la modesta categoría de antihéroes; y los villanos, desconocidos por sus víctimas como suele ocurrir también en el mundo, no dan la cara porque saben ejercer su villanía fuera de escena.

         Los lugareños aportan sus saberes ancestrales, su picardía, sus prejuicios, su desenfado, su refranero colorido y su razonable desconfianza. El recién llegado no logra definir si es él mismo o su tío difunto, de su mismo nombre y profesión según declara. Tal vez un estafador, acaso un desocupado o un precario buscavidas urbano, el Ingeniero no consigue disimular su perplejidad ante la singular clientela. Tampoco, cierta cobardía ante la expectativa mayúscula y la superioridad numérica de los pobladores. Unos y otro ponen en juego su mutuo recelo. Los límites del saber racional entran en colisión con lo ilimitado de la esperanza en la salvación milagrosa.

         BEBA - Usted sabrá mucho de lo suyo, pero de la vida, nada.         

         INGENIERO - Yo me esfuerzo en saber, pero siento        que nunca llego.

         La estructura dramática evoluciona en un crescendo de conflictividad. De la tierra sedienta del comienzo se pasa al primer chubasco y luego a la inundación. Imposible saber si la cambiante meteorología obedece a causas naturales o mágicas. Pero es evidente que ese devenir perturba los ánimos y desata pulsiones primarias que la intención dramática convierte en materia de rendidora comicidad.

         La trama se desarrolla con acciones dinámicas de gran teatralidad, con réplicas ingeniosas e hilarantes. Los regionalismos, lejos de vedar la comprensión, despliegan el encanto de la diversidad.

         En escenas breves, de efectiva resolución y riqueza de significados, la acción transita momentos de desbordado erotismo, de lucha por la propiedad de los recursos, de intentos de soborno o de transformación de una criatura mediocre en un líder, para terminar víctima de estigmatización, privación de la libertad y linchamiento. Este último caso habilita a encontrar paralelismos en la historia o en el presente, desde la crucifixión del Mesías hasta equivalencias más cercanas y todavía en proceso.

         Pero no hay en la obra ningún pasaje que exprese, ni explícita ni veladamente, la intención de metaforizar la actualidad social ni de comunicar ideología. Es cierto que Paraje Luna tiene algo de lupa poética sobre lo real, de artilugio que entretiene y divierte para agrandar y hacer visible eso que, lo miremos o no, existe. Todas las situaciones responden al dispositivo dramático puesto a funcionar y al potencial latente en los personajes, que el autor parece haber construido con caricaturesco trazo grueso. Sólo parece. Los rasgos que podrían calificarse de desmesurados o expresionistas son parte del paisaje humano que se ofrece a quien de veras quiera observar. Singularidades ordinarias o extraordinarias que, procesadas y resignificadas por el artificio del artista, construyen la mentira con la que el teatro busca la verdad.  Aun sabiendo que la auténtica desmesura es pretender hallarla.

Revista CONJUNTO n° 191,
Casa de las Américas, Cuba

sábado, 28 de septiembre de 2019

LOS DÍAS DE LA FRAGILIDAD


Cuando el mundo debate y teoriza sobre finales inquietantes (de la historia, de especies o recursos naturales, de la política o del amor romántico), la obra Los días de la fragilidad, de Andrés Gallina, reinstala la materialidad vital de los cuerpos y su pulsional instinto de supervivencia. Ese instinto que no concibe ningún final sino siempre, y contra toda adversidad, apuesta a una nueva alternativa, a un segundo tiempo, al desafío, a la revancha.

En el invierno desapacible de Miramar, sobre la cancha del club local, la goleadora del equipo de fútbol femenino endurece la musculatura de su femineidad contracultural, evoca la pasión futbolera heredada ("Cuando mi mamá quedó embarazada venía todos los domingos a la cancha...") y se prepara para el encuentro deportivo/erótico con el barrabrava y poeta del Club Once Unidos, que la ama en el silencio obligado de su condición de mudo.

Como la vida de ambos, la contienda incluye violencia, ternura, fervor y miedo. Y los expone en su desamparo y su fragilidad. Él piensa: "Llego y casi ni la saludo, elongo mis músculos frente a Ella, solo como un perro que solo tiene fe en su carne". Y Ella dice: "Tengo miedo. Hago como que no pero sí. Miedo de perder el partido. Miedo de no parecerme a Messi más que en sueños. Miedo de que el Mudo me guste un montón. Miedo de que su fútbol se parezca al mío. Miedo de que él no pueda nunca gritar un gol".

Escrita en verso libre, aprovechando la fuerza metafórica de la jerga futbolística y con una estructura que remite al relato de un partido, la pieza rescata la más noble y exquisita poesía que, casi siempre sin ser vista, late en la sencilla y anónima cotidianidad de los arrabales. Un anonimato que contiene --y universaliza-- a la mujer, nombrándola "Ella", y que llama "Yo" al muchacho, la primera persona que generaliza y, a la vez, insinúa discretamente una posible autorreferencialidad.

Sin duda, Andrés Gallina (La bestia rubia, La última película de Paul Ellis, Las surfistas) sabe hacer hablar y proceder a sus personajes con la genuina naturalidad de quien conoce y respeta sus subjetividades. Y la de quienes son sus referencias en el mundo real.
También es indudable que la dirección de Fabián Díaz supo aprovechar y conducir los talentos expresivos de los intérpretes. Iván Moschner juega la pasión y el desamparo de su personaje con un compromiso que confirma su reconocido talento. Pero aquí, esa cualidad redobla su efecto perturbador a la luz cruda y natural del mediodía, en la atípica sala cuyos ventanales dan al cielo del barrio de Chacarita. Por otra parte, y en un alarde de virtuosismo, el actor convence a los espectadores de que lo que dice es apenas el monólogo interior del personaje, amarrado a su mudez. Manuela Méndez le pone actitud corporal y vocal a la entereza a su goleadora. Lejos de los estereotipos del género, la actriz construye con solvencia  la fortaleza de su criatura, obligada a ganar para reivindicar a los perdedores de su clase y para honrar la herencia de mujeres para las que la maternidad es un avatar de consecuencias tan azarosas como convertir un gol o errarlo y mandar al equipo al descenso.

La puesta eludió el realismo privilegiando la síntesis coreográfica de los movimientos actorales y la economía de recursos escenográficos y de vestuario. Apenas un cuadrilátero de césped, una red, varias pelotas de fútbol, una tarima para elongar y ropa deportiva para los personajes. Pero atravesando la escena y los tres frentes de butacas, el lirismo plebeyo del texto, la música en vivo de Patricia Casares y la lectura en off del mismo director contribuyen a distanciar lo explícito de la anécdota. El resultado convierte una aparentemente sencilla historia de amor en una profunda, provocadora distopía, que le baja el precio a cualquier amenaza apocalíptica.


FICHA TÉCNICA

Los días de la fragilidad
Autor: Andrés Gallina
Intérpretes: Manuela Méndez, Iván Moschner  
Escenografía y vestuario: Isabel Gual
Iluminación: Facundo David
Música y diseño sonoro: Patricia Casares
Asistencia de dirección: Naiquén Aranda 
Dirección: Fabián Díaz
Sala: Espacio Fraga 
Reservas: losdiasdelafragilidad@gmail.com
Funciones: domingos, a las 12 am
 

sábado, 27 de octubre de 2018

EL TESTIGO


En lo alto de una empinada escalera, en el barrio del Once, anidó La Golondrina. No es, en este caso, una de las aves venidas de San Juan Capistrano en busca de nuestra primavera.
Es la nueva sala teatral que acaba de inaugurarse en el 2615 de la calle Sarmiento, desafiando los peores pronósticos, no necesariamente climáticos. Una temeridad a la que no es ajena la pasión teatrera de estas latitudes: durante los aciagos 2000/2001 también se abrieron unos cuantos pequeños espacios escénicos, en casas de familia, galpones o garajes.
Esta vez, el atrevimiento corre por cuenta de Nicolás Juan Porras, autor, intérprete y codirector junto a María Noble, de la obra El Testigo. Y recomiendo trepar los escalones que llevan al segundo piso, aunque alguien tenga que hacerte el favor, como a mí, de transportar la silla de ruedas. Porque los viernes, un poco antes de las 20:30 , tendrás ocasión de sentirte como en casa de viejos y entrañables amigos mientras te toque esperar que den sala para el comienzo de la función. Una "sala de espera" que envidiaría la mejor médica clínica que tengo la fortuna de conocer. Ambientado con muebles de indisimulable pasado, con libros que ya fueron leídos, con cuadros y flores frescas que responden a razones menos obvias que los dictados del diseño, con música de poca estridencia y mucha reminiscencia, el vestíbulo te abriga y te invita. Con vino tinto, el día del estreno; con sonrisas y amable charla promovida por los artistas y dueños de casa, siempre.


Ya en la sala, la escenografía propone cierta continuidad con la estética de la antesala, aunque aquí sí la utilería, las luces, la penumbra, los retratos antiguos, la textura y contorno de los materiales de escena revelan un detallismo refinado, de cuidada orfebrería y puntual, intencionado significado.
Sentado a un escritorio austero y decimonónico, el actor inicia el monólogo introspectivo del narrador, sumido en evocativa cavilación. Conforme va desgranando sus recuerdos, el personaje se transfigura en las distintas criaturas de la memoria. Con un tenue apagón o con un discretísimo cambio en el vestuario (ponerse o quitarse una gorra, un chaleco, unos anteojos), aparece o se desvanece un enfático vendedor de zapatos, un sensible peluquero o un político fascistoide y caricaturesco. Y enhebrando la secuencia, una historia de amor y dolor atraviesa la trama con levedad, sin desgarros románticos pero rindiendo un inocultable tributo al Marcel Proust de En busca del tiempo perdido. La dramaturgia de Porras exhibe un dominio de la escritura autobiográfica basada en la recuperación de sensaciones, de pequeños gestos y detalles que, a pesar de su aparente trivialidad, el recuerdo atesora, a la manera de la olorosa magdalena proustiana.

En cuanto al actor Porras, cabe destacar la ductilidad expresiva con que aborda los distintos personajes sin enfatizar las transiciones. Al contrario, en vez de subrayar el corte y cambio de rol, la puesta recurre a modificaciones sutiles de la iluminación o interviene la acción con fragmentos musicales de tácita sugerencia. Elude así la lógica de lo real para expandir el pasado y su resignificación, en el territorio sin fronteras del sueño. O del tiempo. O del tiempo perdido. Que si vas a ver El Testigo, en La Golondrina recién nacida, lo habrás recuperado. 

FICHA TÉCNICA
Dramaturgia y actuación: Nicolás Juan Porras
Dirección: María Noble, Nicolás Juan Porras
Diseño artístico y producción: Locos del Once
Asistencia de dirección: Julieta Acevedo, Paula Intile
Fotografía: María Noble
Diseño gráfico: Belén García Durigon
Funciones: viernes 20:30
Sala: La Golondrina, Sarmiento 2615, CABA
Reservas: 11-4936-1234 / teatrolagolondrina@gmail.com



 

sábado, 15 de septiembre de 2018

MATATE, AMOR


 
La voz de las mujeres -y de todas las víctimas de la cultura patriarcal- ha desencadenado un proceso revolucionario global de reivindicación de derechos y de transformación de códigos culturales que no tiene vuelta atrás. Lo expresan las grandes movilizaciones mundiales por "Ni una menos", por aborto legal, seguro y gratuito; por respeto a la identidad de género autopercibida o, entre otros reclamos, por la aceptación de un lenguaje inclusivo. Lo expresa también la ternura militante de Paloma, mi nieta de 17 años, cuando me ilumina con sus reflexiones mirándome a los ojos o cuando whatsappea (¡con su abuela!), posteos de documentos que aportan al debate impostergable. Y, como suele ocurrir en encrucijadas históricas como la que atravesamos, lo dice asimismo el lenguaje poético, cuando sintetiza y potencia significados que, a veces, a la argumentación teórica le resultan inabarcables.
Erica Rivas en una composición memorable.

Fue, en mi experiencia más o menos reciente, lo que encontré en Matate, amor, la obra teatral interpretada con pasmosa expresividad por Erica Rivas, y que todavía puede verse (la recomiendo, ¡sí!) en la sala Santos 4040, de Santos Dumont 4040, casi esquina Corrientes. Y aunque no pretendo escribir una reseña a la manera convencional, ya que por razones varias estoy alejada del oficio de crítica teatral al que me dediqué por décadas, el contexto personal, social y político me interpela y elijo responder.

Es la historia de una mujer a quien el contrato social y el sentido común empujan a la locura. En su monólogo, del que es alternativamente protagonista o narradora, intercala de manera caótica deseos, frustraciones, recuerdos y ardores asociados a su experiencia actual de sentirse extranjera en una zona rural del interior de Francia, presa de una relación marital insuficiente y con un bebé que le demanda una respuesta maternal que no logra satisfacer. El paisaje natural que la rodea deviene asfixiante para su necesidad de ser otra, distinta de la que le impone el deber ser. Los mandatos de un poder masculino en apariencia civilizado, que espera de la mujer un apego pretendidamente natural a la función materna, revelan aquí la sujeción al modelo de producción capitalista montado en un patriarcado ancestral. Un sistema donde los roles asignados según el género no se discuten, porque forman parte de un devenir supuestamente natural, con fines productivos. Y reproductivos. Pero sin embargo, cierta pulsión animal va emergiendo en el cuerpo de esa mujer que se mira, como reconociéndose, en los ojos brillantes de un ciervo que asoma entre la vegetación, o que blande amenazante un cuchillo de cocina. La misma que nombra a su marido como “marido”, al bebé como “bebé” y al perro como “perro”, subrayando la falta de nombres propios. Acaso porque el nombre propio indica identidad y pertenencia, y esta mujer no se identifica ni se siente pertenecer al universo familiar de esos seres ajenos.

Versión teatral de la novela de Ariana Harwiccz -escritora argentina residente en Francia-, el texto fue adaptado por la autora junto con Marilú Marini, a quien corresponde el mérito de una puesta cargada de misterio y una dirección actoral y escénica que permite el lucimiento de una actriz de recursos descomunales. Erica Rivas lleva a su criatura hasta el precipicio de sus propios abismos interiores y le exhibe también con toda la seducción, la furia y las consecuencias de lo que en el personaje no termina de someterse a la domesticación. Es sorprendente la fluidez con que la actriz transita de la mordacidad a la aflicción, provocando en el público risas que se congelan en zozobra. Con idéntica ductilidad, quiebra la ilusión ficcional para interactuar con su asistente, la también actriz Milagros Plaza Díaz, sentada en la primera fila de platea, a quien le pide el pie para retomar un parlamento. El recurso provoca al público y consigue una eficaz toma de distancia de la fábula que involucra inevitablemente a cada espectador.

La sonorización, las luces, la voz en off del marido, las proyecciones de video y hasta el vestuario, el maquillaje y los movimientos casi coreográficos de la actriz acentúan el extrañamiento y la inquietud de un espectáculo que, al tiempo que fascina durante su casi hora y media de duración, demuele cualquier preconcepto sobre las relaciones de poder tradicionales. Y permite vislumbrar el potencial transformador y la complejidad de un salto cultural en el que lo disruptivo es el feminismo pero la afectación implica las relaciones humanas en su multiplicidad.
 

 

 

 

 

viernes, 23 de marzo de 2018

VER CUBA DESDE CASA (Parte 6)

ABRAZO SANTIAGUERO

La fraterna naturaleza de los cubanos volvió a sorprendernos. No una, muchas veces en esas dos intensas jornadas santiagueras.  No más llegar al hotel, fuimos recibidas por Abel Domínguez, representante local de Casa de las Américas, quien junto a Valeri, su amigo músico, nos esperaban con sendas rosas y la guitarra dispuesta para regalarnos como bienvenida una canción de Pablo Milanés dedicada a Mariana Grajales, considerada Madre de la Patria. Al día siguiente, ambos se ofrecieron como guías y acompañantes de nuestras visitas al Cuartel Moncada y a la tumba de Fidel Castro.
El Grano de Maíz, mausoleo de Fidel Castro en el Cementerio de Santa Ifigenia (Santiago de Cuba).

Allí sí tembló el suelo bajo nuestros pies. Acercarnos a menos de quince metros de la piedra de granito traída de la Sierra Maestra, en la que no más que el nombre FIDEL lo dice todo desde la austera placa de bronce, resulta una experiencia conmocionante. La forma refiere a la afirmación de José Martí que Fidel gustaba citar: “Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”. Incluso su pequeño tamaño, comparado con el del vecino mausoleo de Martí, encierra una honda y deliberada simbología, tanto como la sombra que el monumento del Apóstol proyecta sobre el del discípulo continuador de la gesta independentista. A esos significados hay que sumar los del silencio ritual con que se acercan, en forma diaria y permanente, turistas y cubanos; la música marchosa que acompaña, cada media hora, el cambio de guardia de las tumbas del Comandante, del nombrado Martí, de Antonio Maceo y de Mariana Grajales; y hasta el desfile marcial de unas decenas de soldados de las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias), herederas del Ejército Rebelde que derrocó al régimen batistiano. Todo eso y mucho más hace que la visita al Cementerio de Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba, sea una estación ineludible para quien ponga un pie en esta ciudad heroica del Oriente cubano. El esplendor arquitectónico y escultórico de los sepulcros, la conservación y hasta la limpieza de esa necrópolis hablan de la identificación con valores permanentes que, entre otros rasgos, caracteriza a este pueblo.

            Por fin, en nuestro segundo y último día en la ciudad, nuestro guía fue el poeta santiaguero Reynaldo García Blanco, a quien conocimos en La Habana, invitado por haber sido premiado en 2017 por su libro Este es un disco de vinilo donde hay canciones rusas para escuchar en inglés y viceversa. Junto a su encantadora compañera Myrna, escritora y experta en origami, nos acompañó en nuevos paseos por la ciudad mientras compartimos demoradas charlas sobre su país, sobre el nuestro, sobre literatura, sobre educación, sobre música, sobre costumbres y hasta sobre el habla coloquial, insultos y eufemismos picarescos de los distintos grupos hispanohablantes. Al atardecer, bajo un cielo virando de rojos a azules, junto a Reynaldo y Myrna, en la terraza de un Centro Cultural del centro de Santiago, empezamos a despedirnos de Cuba en una peña donde el grupo Kokoyé desplegó, con virtuosismo musical y coreográfico, un seductor programa de rumba con fuertes reminiscencias africanas. Fueron casi dos semanas en las que un país sometido a décadas de escaseces y privaciones nos regaló con prodigalidad lo que allí sobra: la riqueza sin precio de su cultura, su alegría, su sensualidad, su belleza y su fraternidad.

              En el caso puntual de Casa de las Américas, parece no haber bloqueo genocida ni indiferencia internacional ni huracanes devastadores capaces de detener su marcha hacia la integración cultural del continente. No sólo sigue entregando este Premio Literario, sin duda el más prestigioso de la región. También mantiene la continuidad de publicaciones como las revistas Casa de las Américas y Conjunto. Y si se trata de contabilizar las actividades programadas para la primera mitad de 2018, se puede empezar por el Coloquio y Premio de Musicología, el Internacional de la Mujer, el de Culturas Originarias de América o el Encuentro Latinoamericano de Artes Escénicas Mayo Teatral. Sin olvidar el compromiso permanente con la realidad del continente que, ante el acoso internacional que viene sufriendo la hermana República Bolivariana de Venezuela, el pasado 16 de febrero, volvió a expresarse en la “Declaración de Casa de las Américas: La Venezuela de hoy no será el Chile de 1973” y que recomiendo leer íntegra en el enlace http://laventana.casa.cult.cu/noticias/2018/02/16/declaracion-de-la-casa-de-las-americas-la-venezuela-de-hoy-no-sera-el-chile-de-1973/

            Es que Cuba concibe y ejerce la solidaridad entre los pueblos y la empatía entre las personas como el único modo posible y perfectible de su Revolución. Inevitable confrontar con las formas de organización social dominantes que tan de cerca conocemos, donde se censura, se persigue y hasta se mata en nombre de la democracia; donde se humilla y hambrea a los docentes, donde se cierran escuelas o se convierte la salud, la educación y la cultura en mercancías premium para las elites que pueden pagarlas. Inevitable, por las mismas razones, valorar como un verdadero premio la posibilidad de ver materializado y en permanente construcción, el ideal del mundo como casa común. Aunque sea, por ahora, sólo en una isla.

VER CUBA DESDE CASA (Parte 5)

VOLVER A LA HABANA

En el bus de regreso a La Habana, el domingo 21, algunos jurados aprovechamos para abordar los textos cuya lectura adeudábamos. Otra jurado y quien esto evoca leíamos casualmente la misma obra que, aún no lo sabíamos, resultaría ganadora en su categoría. Y coincidíamos, cada una a su momento, en celebrar con espontáneas carcajadas la chispeante dinámica de las réplicas.
 
Mesa sobre el teatro de lo real y lo social. A mi derecha, Charo Francés; a mi
izquierda, Ma. Teresa Zúñiga, Vivian Martínez Tabares, Roxana Pineda,
Alexis Díaz y Diego Sánchez.
Los tres días sucesivos, ya en Casa de las Américas, incluyeron debates entre jurados y mesas redondas sobre temas varios. La institución anfitriona presentó la edición de las obras premiadas en 2017. Y recibió, por su parte, el Premio Jaime Torres Bodet con que la UNESCO, junto a la Universidad Autónoma de México, distinguen cada dos años a personas u organismos del mondo que contribuyan al desarrollo del conocimiento y de la sociedad a través del arte, la enseñanza y la investigación de las ciencias sociales y las humanidades. El acto fue en la principalísima sala Che Guevara, con asistencia multitudinaria de público, funcionarios e invitados.

María Clara Millán y Leo Brower, en la Sala Che Guevara de
Casa de las Américas.
Entre estos últimos, el enorme compositor, guitarrista clásico y director de orquesta Leo Brower se prestó, con la afable sencillez que es marca registrada de la cubanía, a la charla con los asistentes interesados. Generosidad que, entre otros, también agradeció la música y guitarrista María Clara Millán, mi acompañante.
          Finalmente, el jueves 25, en la sala Che Guevara de la Casa, se dieron a conocer los trabajos ganadores. En la categoría Cuento, el Premio distinguió a Todas las patas en el aire, de Rafael de Águila (Cuba); en Teatro, a Paraje Luna, de Fernando Crespi (Argentina); en Ensayo de tema artístico literario, a Óyeme con los ojos: Cine, mujeres, visiones y voces, de Ana Forcinito (Argentina); en Literatura brasileña, a Erico Verissimo, escritor do mundo, de Carlos Cortez Minchillo (Brasil); en Literatura caribeña en inglés o creol, a Tracing JaJa, de Anthony Kellman (Barbados) y en Estudios sobre la mujer, a Hilando y deshilando la resistencia, de Yanetsy Pino Reina (Cuba).
La Jurado María Teresa Zúñiga (Perú), lee los considerandos por los cuales se eligió ganadora en la categoría Teatro a la obra Paraje Luna, del argentino Fernando Crespi. Detrás, los demás jurados y autoridades de la Casa.
 
Por otra parte, Casa de las Américas entregó el Premio de Poesía José Lezama Lima a El zorro y la luna, poemas reunidos (1981-2016), de José Antonio Mazzotti (Perú); el de Narrativa José María Arguedas a La madriguera, de Milton Fornaro (Uruguay); y el de Ensayo Ezequiel Martínez Estrada a Cartografía de las letras hispanoamericanas: tejidos de la memoria, a Saúl Sosnowski (Argentina).

            El acto, abundante en emociones, risas, efusivas fraternidades y congratulaciones, fue breve y despojado de toda solemnidad. En el escenario, a espaldas del enorme Árbol de la Vida (la escultura de seis metros de alto creada por el alfarero mexicano Alfonso Soteno, donada a Cuba en 1975 por el Gobierno de México), se ubicaron el ministro de Cultura Abel Prieto, las autoridades de la Casa y los jurados de las distintas categorías. Tal vez para enfatizar los rasgos comunes de quienes nos reconocemos hermanos en Nuestra América, alguien condujo mi silla hasta el centro del escenario, junto a la del presidente Fernández Retamar. Haciendo gala de su fina ironía, el eminente poeta y ensayista paseó su mirada socarrona por ambos carruajes ortopédicos y sonriendo me saludó con un “¿Cómo está, compañera de… ideales?”, a lo que siguió una breve charla sobre algunos de los autores que, como Martínez Estrada, Cortázar, Borges o Gelman, él conoció e incluyó en su ensayo Fervor de la Argentina.

            Lágrimas, brindis e intercambios de abrazos y direcciones electrónicas y postales fueron cerrando las diez jornadas de dichosa, enriquecedora convivencia. Al día siguiente, la mayoría de las delegaciones partían, excepto algunos que decidieron permanecer en La Habana a la espera de la inminente Feria Internacional del Libro. En nuestro caso, no quisimos regresar sin hacer una visita al Grano de Maíz, el modestísimo mausoleo elegido en vida por Fidel Castro y que hoy guarda sus cenizas en el Cementerio de Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba.

 

 

VER CUBA DESDE CASA (Parte 4)

CIUDAD NUCLEAR

Levantar la vista de la lectura para contemplar la otra punta de la bahía era el corte más saludable y placentero en el trabajo que nos competía como jurados. El día era diáfano y, en aquella franja de tierra que a lo no tan lejos se veía entrar en el mar, como abrazándolo, era fácil divisar la silueta de edificaciones. Entre ellas, destaca una construcción prominente y abovedada. “Es el reactor de la Ciudad Nuclear”, responde a mi pregunta la muchacha morena y sonriente que arrastra el carrito de la limpieza sobre el que lleva, junto con la botella de detergente y los trapos de piso, un ejemplar de Ernesto Guevara, también conocido como El Che, la voluminosa biografía escrita en casi 1000 páginas por Paco Ignacio Taibo II. “Lo llevo para mi niño, tiene cinco años ahora, pero crecerá”, dice orgullosa señalando el libro que le regalaron.
 
El reactor nuclear de Juraguá, hoy convertido en chatarra.
            Sumando la información que me proveen los lugareños y la que arrojan los sitios de internet, la curiosidad crece. “No es lejos, se puede ir, visitar la ciudad y regresar en el día”, me estimula la camarera que me alcanza un jugo de guayaba. Pero considero las obras que todavía no he leído y mi dificultad para movilizarme, y sé que no iré. Por suerte, veré a través de los ojos de María Clara. Ella se sube esa misma tarde a la barcaza que transporta a los habitantes hacia y desde sus trabajos. Vuelve al anochecer y comparte su carga valiosa de testimonios e imágenes. La que trae en la memoria de su celular y, sobre todo, en la propia, atravesada de perplejidades y sentimientos que la cámara no llega a registrar.
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Maqueta de lo que debió ser la CEN.

            En su recorrida por las calles de Juraguá, mi hija refiere semejanzas con tantos pueblos del interior de la Argentina que en los 90 perdieron el tren, las consecuentes fuentes de trabajo y parte de su población. La Ciudad Electro Nuclear o CEN, -que así sigue llamándose lo que queda de lo que debió ser una gran urbe-, fue un proyecto conjunto de Cuba y la entonces URSS que empezó a levantarse en 1976 con vistas a dotar a la isla de dos potentes generadores de energía termonuclear. El emprendimiento terminaría con la dependencia de la importación petrolera, dificultada por el bloqueo estadounidense, y generaría nuevos y calificados puestos de trabajo. Cientos de ingenieros y técnicos cubanos se perfeccionaron en la Unión Soviética mientras se construían 4.200 viviendas, además de parques, escuelas y clubes deportivos para albergar a las familias de quienes trabajarían en la planta. En 1982 se inauguró con enorme expectativa. Faltaba poco para finalizar la construcción y poner en funcionamiento el primer reactor, pero ya la dinámica orientada al autoabastecimiento energético estaba a punto de concretar el sueño.

            La caída de la URSS en 1989 abortó esa y otras posibilidades de desarrollo. Desde entonces, la población activa busca trabajo en localidades cercanas y los jóvenes tienden en su mayoría a migrar, lo que sumado al paisaje del viejo reactor convertido en chatarra y los edificios sin terminar va reduciendo aquel enclave a un pueblo fantasma. Pero a pesar de todo muchos siguen residiendo y resistiendo con lo que les queda de aquel ideal, apostando a recuperar el proyecto y volver a empezar.

            ¿Voluntarismo, quimera o nuevo desafío? Para un pueblo que desde hace casi seis décadas viene ganando batallas éticas contra un asedio criminal y que sigue defendiendo su dignidad contra la hostilidad económica, política y mediática internacionales, me inclino a pensar que lo imposible entra en su horizonte de posibilidades.

            Si no fuera así, la por ahora frustrada Ciudad Electro Nuclear no seguiría presente en el imaginario de sus creadores, como pudimos comprobar quienes asistimos a la representación de la obra teatral Zona. Escrito y dirigido por Atilio Caballero, artista residente en la CEN, el espectáculo no me pareció teatralmente logrado, sobre todo en lo referido a la puesta en escena. Pero aportó un documento valioso sobre las subjetividades, contradicciones y debates que, sin censura, con libertad y valentía, afronta la sociedad cubana ante sus propios problemas.

            La pieza presenta de manera fragmentaria a distintos personajes de ficción inspirados en los habitantes residuales de lo que debió ser una ciudad del futuro. Pero la singularidad está dada por que los referentes reales están presentes en la sala. Sentados en primera fila, están habilitados por el director para levantarse de sus butacas e interrumpir el curso de la obra cuando lo deseen, para dar su testimonio, con la sola condición de que no supere los dos minutos. Hay quien evoca una anécdota, hay quien ofrece su alegato en ruso, sin traducción, y hay una mujer de rasgos orientales que en dos ocasiones usa sus dos minutos para cantar arias de óperas. Es la soprano Natalia Nikolaevna, residente en la CEN desde que, a principios de los 80, en su Kasajistán natal (ex URSS), se enamoró de un ingeniero cubano que estaba especializándose para trabajar en el reactor de Juraguá. Se instalaron juntos en la ciudad nuclear, tuvieron un hijo, pero terminaron separándose. El fracaso amoroso sumado, tal vez, al del megaproyecto cubano-soviético y a su propio desarraigo, afectó el equilibrio emocional de la mujer que, desde hace algunos años, sobrevive con un modesto subsidio oficial más lo que obtiene ofreciendo por las calles su canto a capella y una balanza que arrastra de un piolín, con la que el vecindario pesa desde un niño hasta una bolsa de arroz. La vulnerable condición de esta mujer, que en la ficción se llama Ekaterina, encarna la de la ciudad que habita. Sin embargo, el Estado cubano protegió a su hijo, que es hoy eminente primera figura del Ballet de Santa Clara.

            Volviendo a la obra de Atilio Caballero, se trata de una creación que pone en debate el delirio y la frustración de quienes están hoy atravesados por esos sueños rotos, a la vez que subraya el extrañamiento y las contradicciones de la historia.   Cuando termina la función, actores y personajes reales se mezclan con el público en el pequeño hall del teatro y en la vereda. Todos tienen muchas preguntas y algunas respuestas disponibles para intercambiar. El hombre de overol azul se presenta: “Soy electricista y hasta que el proyecto se cerró puse ahí mi trabajo y mi pasión, como muchos de mis compañeros. Y sigo confiando en el proyecto de la CEN, creo que no está perdido para siempre”, confía, entre la ingenuidad y la osadía.          Conmovidas, mi hija y yo arrancamos hacia el autobús que nos espera para regresar al hotel mientras evocamos, salvando las distancias, la anécdota ya legendaria de 1956, tras una durísima jornada en la que el ejército del dictador Batista había diezmado a los jóvenes revolucionarios. Fidel se encuentra con su hermano y le pregunta: “¿Cuántos fusiles traes?” Cinco, contesta Raúl, a lo que el Comandante responde: “Y dos que traigo yo, siete. ¡Ya ganamos la guerra!”