miércoles, 29 de noviembre de 2023

LA GALERA DEL MAGO

Otra vez, teatro de anticipación. La obra de Jorge Palant La galera del mago, en la versión escénica de Jorge Diez, que este sábado ofrece la última función de su breve temporada en el Teatro del Pueblo, con las buenas actuaciones de Florencia Galiñanes y Néstor Navarría, cuenta una historia ambientada en un pasado no tan lejano. Pero a la luz del presente se resignifica hasta presagiar un futuro casi abismal. Que preferí no imaginar y, en consecuencia, no registrar inicialmente la inquietante señal que emitía el escenario. Había leído la obra allá por el 2013, cuando su autor me confió la versión original, a poco de escribirla. Se sabe que del texto teatral a su representación hay un buen trecho. La puesta es siempre una traducción, el pasaje de un idioma a otro, con todas las traiciones que unas veces enriquecen y otras desfiguran el original. Aún sabiéndolo, confieso que la puesta me descolocó. Lo que vi me pareció, al principio, una radical reescritura escénica que, sin cambiar necesariamente lo esencial del texto, me llevó a dudar, sobre todo en los tramos iniciales de la representación, si la obra que estaba viendo era la que había leído. Es cierto que uno de los objetivos del teatro es descolocar al espectador, incomodarlo, pero me pregunté si no había algo de arbitrario en presentar a los personajes como excesivamente estrafalarios, de comportamientos aparentemente escindidos de toda lógica. Me lo pregunté durante los varios días que siguieron al estreno y precedieron al balotaje de las elecciones presidenciales que ganó un candidato no menos estrafalario. Y me lo sigo preguntando ahora que, sin que aún el electo haya asumido, ya se advierten signos de un autoritario y amenazador extravío en declaraciones de inminentes funcionarios. Y extrañamente, también en mucha gente de a pie que adhiere a la opción hoy triunfante. Con parecido desajuste cognitivo, se lee y se escucha hablar, casi con naturalidad, de venta libre de órganos, armas o niños, de libertad de morirse de hambre o de reivindicación de genocidas. Nos enteramos, cual si de una noticia más se tratara, que quien gestionaría la educación de nuestros hijos y nietos será una antifeminista prodictadura vinculada al pinochetismo. Lo procesamos con espanto pero con no menos espantosa sobreadaptación, como si una suerte de demencia colectiva se estuviera adueñando de la salud mental de la sociedad. Parece urgente estar alerta porque es un fenómeno que ha ocurrido en distintos tiempos y geografías y nada indica que no pueda repetirse. Por caso, lo sucedido en 1534 en la entonces aldea alemana de Münster, donde la insatisfacción de la comunidad y el deseo de un cambio llevaron al poder a un panadero que oía voces del más allá, se autoproclamba profeta y prometía que en el poblado surgiría la Nueva Jerusalén. La comunidad se entregó a la seducción del singular personaje y devino un ciclo de desquicio social en el que se instaló el terror, se suprimió el uso de la moneda, se decretó la poligamia obligatoria para los varones, la eliminación de las “bocas inútiles” y hasta se habilitó la antropofagia. El legendario suceso fue retomado en el libro El día de la ira, que en los años 30 del siglo pasado publicó Reck-Malleczewen, un prusiano que pagó su osadía literaria en el campo de exterminio de Dachau. Y que no casualmente se reeditó en 2017, coincidiendo con el revival de ultraderechas y demás monstruosidades. La acción de La galera del mago se inicia cuando una mujer y un hombre entran a escena –el departamento de ella-- e intentan establecer algún diálogo que acerque sus recíprocas soledades un poco mejor que el rústico encuentro sexual que acaban de mantener. Los dos apelan a modos desapacibles y a una falsa desenvoltura que oculta acaso inseguridad, miedo o algo inconfesable que les hace imposible cualquier módica franqueza. Cuando, entre frases insustanciales, ella cuenta que es actriz y él, que músico, ambos inician el juego de ponerse prendas y pelucas de vestuario teatral que sacan de un baúl. Entre las estridencias de un pop ochentoso y por detrás de los absurdos disfraces que van calzándose, empiezan a hablar los fantasmas ocultos en la memoria de los dos. Y es ahí donde, por fin, se revela que, lo que los une, es precisamente lo innombrable, la frontera infranqueable de cualquier racionalidad: él y ella comparten la común condición de sobrevivientes de la dictadura. El trauma vivido no cabe en los límites del sentido común y ambos necesitan esa disociación de identidades que les permite la ficción artística. Pero la dirección de Jorge Diez extiende esa ruptura más allá de los personajes. Nos incluye socialmente como espectadores rotos. Ocasión para juntar nuestros pedazos e intentar recuperar lo que se pueda. Gran parte de la dramaturgia de Jorge Palant reelabora las marcas que, entre 1976 y1983, laceraron el cuerpo social y afectaron los comportamientos y conflictos individuales de los argentinos. Muchas de sus obras (Madre sin pañuelo, Encuentro en Roma, La cabeza de Goliat, entre otras) se revelan como una búsqueda entre los escombros de la demolición colectiva que produjo en el país esa tragedia política. La galera del mago es un nuevo título de ese corpus temático. Pero con el plus de una puesta en escena que descubre, en un texto escrito hace una década, el vaticinio de un extravío comunitario de consecuencias indecibles. De las que alguien, quizá sin saberlo, está ahora mismo, ojalá, escribiendo. * FICHA TÉCNICA La galera del mago Autor: Jorge Palant Intérpretes: Florencia Galiñanes, Néstor Navarría Intervención dramatúrgica y musicalización: Jorge Diez Diseño de escenografía y vestuario: Jorgelina Herrero Pons Iluminación: Violeta Diez Dirección: Jorge Diez Teatro del Pueblo

jueves, 2 de noviembre de 2023

LA CELEBRACIÓN DE MANUELA SÁENZ

Hay mujeres a las que es urgente ver y oír. Como a la actriz @Cecilia Hopkins en “La Celebración de Manuela Sáenz”, la obra que sólo por tres sábados más se puede ver en el Celcit. También hay mujeres a las que es necesario, y acaso también urgente, no olvidar, o recuperar, porque aunque su tiempo físico haya ocurrido en el pasado, sus vidas siguen hablando en presente perfecto. “La celebración de Manuela Sáenz” es un monólogo escrito por el ecuatoriano Luis Zúñiga, en el que la amante de Simón Bolívar ajusta cuentas con la memoria de sus años junto al Libertador. El texto es una suerte de confesión catártica de las intensidades gozadas y padecidas por una disidente protofeminista en armas que, en el siglo XIX latinoamericano, lucha contra el colonialismo español y resiste la cultura patriarcal. En el inicio del relato escénico aparece una Manuela delgada, enjuta, disponiéndose a vender dulces y bordados como recurso de subsistencia, en la feria del puerto peruano de Paita, adonde fue desterrada de su Quito natal tras la muerte de Bolívar. Manuela evoca con nostalgia pero también con ironía y sentido crítico, cómo se ganó el grado de coronela del ejército patriota, o la Orden del Sol otorgada por San Martín o el título de Libertadora del Libertador, que Bolívar le concedió por haberlo salvado de una conspiración opositora. Una escenografía de austeridad espartana hace que menos signifique más. Contra la sobriedad del paisaje escénico se recorta y potencia el minimalismo expresivo de la actriz, que convierte a Manuela en una mujer presente, cercana, reconocible. Cada movimiento de las manos, cada enarcar las cejas o clavar la mirada y la intención, cada inflexión de la voz o vaivén de la falda es señal de que Manuela está ahí, respira y dice. Con el genuino acento quiteño (aprobado por el autor, en charla después de la función) la actriz consigue un registro latinoamericano que suena espontáneo y encantador, y con el que el personaje va revelando su condición de hija natural tanto como sus dotes de lúcida política y osada guerrera en las batallas por la emancipación latinoamericana. Imposible no encontrar paralelismo con otras mujeres-coraje de la Patria Grande. Alguna nacida también de unión ilegal, alguna de padre colectivero, muchas que tomaron las banderas de sus hijos desaparecidos por dictaduras genocidas, todas igualmente amadas por su pueblo y denostadas, perseguidas y odiadas por las élites del privilegio. Vi la obra que recomiendo hace dos sábados, cuando acá vivíamos la víspera de una elección abismal y mientras en el mundo, entre otras crueldades y absurdos de nuestra civilización, el cielo de Israel y Gaza seguia encendiéndose con haces de odio y muerte. En tiempos como los que corren, en los que todavía no hay un limite cultural para tanto dolor social, lo que ofrece Cecilia Hopkins con exquisito dominio de su arte es un reparo simbólico tan modesto y delicado en su despliegue como profundo y rico en su significado. No te lo deberías perder.

lunes, 28 de noviembre de 2022

"LAS SÁBANAS", DE MARÍA IRIBARREN

Recomiendo leer Las sábanas, poesía reunida de María Iribarren, libro que tuve el privilegio de conocer antes de su publicación. Y del que ignoro si tendrá versión tradicional en papel o sólo en soporte digital. Pero no quiero dejar pasar más tiempo sin advertir, a los merodeadores de las redes, que estamos, a mi modesto parecer, ante una voz original e inspiradísima dentro del género. La poesía de Iribarren es como ella misma: de fuerte personalidad tanto en la audacia frontal de los temas que aborda como en la libertad para infringir el canon gramatical cuando el sentido lo reclama. Conocí a María como periodista, cuando en los lejanos noventas compartimos la redacción del suplemento de cultura y espectáculos de un medio gráfico. Admiraba la solvencia y agudeza de su prosa en temas de cine, radio, televisión y medios de comunicación emergentes. No supe de su talento para la síntesis lírica hasta varios años después, cuando me sorprendió con la publicación de Emak Bakia, un libro de finísima e intensa poesía, ilustrada con dibujos de Julia Vallejo Puszkin. Pero seguí pensándola como una periodista talentosa y como académica a cargo de cátedras universitarias de su especialidad, que había hecho una incursión aleatoria en otro campo. Hasta que, hace algunas semanas, supe que estaba a punto de publicar Las sábanas y, en nombre de nuestra común condición de excolegas, le pedí leer los originales. No sé si lo que leí será exactamente lo que se publicará, o si la versión definitiva tendrá agregados, cortes u otras modificaciones. De lo que estoy convencida, en cambio, es de que María Iribarren tiene ya un lugar de relevancia en la poesía argentina contemporánea. Y quiero, como lectora de Las sábanas, dejar mis impresiones.
Lo que descubrí debajo de Las sábanas Este nuevo libro de María Iribarren fue concebido en el período que va del inicio de la pandemia al presente --acaso perpetuo-- de una postpandemia sin final anunciable. Las composiciones van testimoniando el devenir de un cuerpo de mujer y sus misterios interiores, que incluyen huesos, vísceras, fluidos, emociones, pulsiones, intenciones y otros componentes de naturaleza y cantidades indefinibles. Con la excusa de explicar el porqué del título, el libro arranca con un texto de extraño y transparente lirismo, escrito en prosa poética, donde las sábanas insinúan siluetas y temblores antiguos y actuales. Escritos en la intemperie de la primera persona, todos los poemas contienen, a la vez, la identidad plural de lectoras o lectores que se reconozcan sujeto de, por caso, la tremenda distopía global del Covid 19. O de cualquier otra anomalía de las muchas que, a lo largo de la vida, perturban o arrasan el orden previo, tanto en el individuo como en la especie. Las frases de los acápites y las citas al interior de los textos identifican a algunos referentes culturales de la autora: Abbas Kiarostami, Samuel Beckett, Charly García, Trévor Nunn, Damon Albarn, Prince, Susana Thénon, César Moro, Georg Steiner, Gilles Deleuze o Elena Ferrante, entre otras y otros. En su mayoría, figuras claves del pop o la filosofía, del cine o de la música, que han dado testimonio de un tiempo convulso. Un tiempo de tormentas encadenadas que, lejos de aquietarse, vienen acelerándose y superponiendo daños desde las dos Guerras Mundiales del siglo XX hasta hoy. En ese marco, María pinta la íntima aldea que delimitan sus sábanas y, claro, pinta el mundo. El suyo. El de la generación que padeció mandatos patriarcales. El que asistió en la Argentina a los horrores de la dictadura genocida. El que milita la emancipación de las mujeres y otras disidencias. O el que atravesó el encierro y el miedo de dos años largos de aislamiento sanitario. La sábanas es la bitácora de un viaje introspectivo que empieza en marzo de 2020. La primera composición, sólo formalmente en prosa, de oraciones cortas y lapidario fraseo, se titula Diagnóstico y describe un encierro que remite a una experiencia nueva y a la vez ya vivida, a un tenebroso dejá vu: “El aislamiento, ¿nos sobrevivirá por segunda vez? Les otres que vuelven, esta vez, espejos / de una amenaza invisible. El futuro en contagio. Muerte garantizada”. La poesía de Iribarren tramita la anormalidad desafiando la norma lingüística, abarcando pero también excediendo el lenguaje inclusivo: El recuerdo del presente ya me aterra. ¿Qué haré entre les vives si sobrevivo? El poema desafía y exige restaurar la razón de ser de la nomenclatura gramatical: Me duele la emergencia, el devenir interrogatorio en subjuntivo. O más adelante: Versos en estado gaseoso / inflados, correctos: / mayúsculas en la excepción, puntos al final, comillas al comienzo / pero vos y yo sabemos que volver no es regresar. No le sirve ya, a esta poesía, la métrica ni la rima clásicas. Necesita inventar nuevas cadencias, asonancias o disonancias, otras pausas, acentos nuevos que restauren el sentido que todavía puede repararse. Precisa introducir con audacia los significados recién nacidos, o los que se están gestando. Como cuando remplaza el previsible sustantivo ventana por ventaja: Hoy es hoy. Abril, 2020. Miro a través de la ventaja (¿debería haber escrito ventana?). Me separa un balcón. En el otro costado, una pared. Los gatos van y vienen por la medianera. Suena una sirena no demasiado lejos. (Ese sonido viene de otra secuencia de amenazas. Calambres en el alma). La última frase, lo aclara al pie de página, es de Charly García en Piano Bar, 1984; otro tiempo, otro peligro. Este viaje al interior de verdades que no pactan con la autocompasión incluye el blanqueo de deudas y acreencias con la madre que estuvo y con la que se ausentó; con el hijo, con el padre-patrón y con abuelos acosadores. Entre las sábanas de María hay gozos y dolores, de a dos y en soledad. Hay refugios, exilios, prisiones y mortajas. Hay insomnio y pesadilla, Hay sangre, semen, lágrimas, músculo y tendones. Hay hueso partido y abrazo de titanio. ¡Hay que atreverse a seguir el hilo de la propia identidad hasta llegar a ese hueso esencial que no admite restauro quirúrgico! Este libro lo consigue. Y entrega el resultado sacrificial a quien, a su vez, se atreva a implicarse profundamente en su lectura. No para encontrar la salida. Apenas para retomar el hilo y seguir andando el laberinto.

lunes, 30 de mayo de 2022

LA CABEZA DE GOLIAT (Hombres del claroscuro)

No pierdan tiempo. Vayan a ver La cabeza de Goliat antes de que baje de cartel este espectáculo de Jorge Palant que, los sábados a las 18, en el Teatro Tadrón (Niceto Vega y Armenia) habla, precisamente, del tiempo. 
Si bien son muchos los temas que aborda esta obra –tantos, que hasta cabe imaginarlos, desarrollados y entramados, en una novela--, es el tiempo y su devenir, no estrictamente cronológico, lo que motoriza el conflicto. 
 La pieza recrea inicialmente una charla ficcional de dos personajes que tuvieron existencia real. El protagonista es el cineasta, poeta, pintor, militante comunista, católico y anticlerical italiano Pier Paolo Pasolini (1922-1975), animado aquí por Néstor Navarría. El acentuado parecido físico con su personaje permite un juego eficaz con la actuación que, virada hacia el trazo expresionista, elude el realismo plano y expande significados. La interlocutora es la actriz y cantante italiana Laura Betti (1927-2004), que en la vida real mantuvo un prolongado vínculo artístico y emocional con Pasolini, al punto que el director --homosexual confeso y desafiante de los prejuicios de su época— la definía como “su mujer no carnal”. La anima Coni Marino, con sensibilidad y sobrados recursos actorales y vocales. Promediando la obra, la evocada figura de Caravaggio se corporiza con la ambigua pero contundente materialidad de las pesadillas. El actor Marcelo Sánchez, también con una fisonomía afín a los autorretratos del pintor renacentista, convence con la sinceridad y el temperamento que comunica al personaje. La conversación discurre en la víspera del último y fatal 2 de noviembre en la vida del director de Teorema, Mamma Roma o Accatone, ya que al día siguiente murió asesinado por un joven, probable sicario, en un hecho presuntamente mafioso y nunca esclarecido. Esa noche previa, que en la charla ficcional termina revisando toda una vida, la sobria puesta de Enrique Dacal articula con fluidez escénica las superposiciones y fracturas entre lo real y lo soñado. O entre la conciencia individual y el inconsciente sociocultural. Y lo consigue básicamente con las actuaciones. Las palabras dichas no son sólo descriptivas o narrativas sino que crean lo que nombran. Y entre las verdades que la amistad y el alcohol liberan, la referencia a Caravaggio no es inocente. A Pasolini siempre le interesó la obra de quien innovó la pintura renacentista con el dramatismo del claroscuro. Y en la charla surgen otros datos coincidentes en las biografías de ambos artistas, cuestiones que fueron materia de análisis de ensayistas y críticos de arte. El mismo cineasta dejó entre sus papeles algunas reflexiones sobre el pintor. Las réplicas y contrarréplicas de Laura y Pier Paolo evocan el estigma social y la persecución que tanto el artista del siglo XVII como el cineasta del XX sufrieron por su homosexualidad y sus provocaciones al poder político y a la Iglesia. Sale a la luz, asimismo, que uno y otro eligieron sus modelos entre criaturas de la periferia social, pobres, enfermos, prostitutas e indigentes. Y que en sus respectivas vidas y obras confrontaron lo sublime con lo brutalmente terrenal. 
 Y aquí, una reflexión sobre la coincidencia o encuentro en el escenario de personajes de la realidad que vivieron en distintas etapas históricas. Abundan los ejemplos ilustres de tal procedimiento. En la Divina Comedia, nada menos que catorce siglos separan al autor/protagonista (Dante Alighieri, siglo XIV) de su guía por el Infierno y el Purgatorio (el poeta romano Virgilio, siglo I a.C.). Es cierto que, en otros casos, tal anacronismo no pasa de ser caprichosa arbitrariedad de olvidables fabricantes de ficciones. Pero el uso que el dramaturgo Jorge Palant viene dándole a esa fórmula siempre significa más que lo que expresa. Remite, en mi opinión, a cierta concepción marxista del tiempo según la cual la Historia no es una sucesión lineal y cristalizada de los hechos del pasado, sino una categoría en permanente, dinámica relación dialéctica con distintos momentos de su devenir. Ya en la obra Réquiem, el autor reunía a la escritora y periodista checa Milena Jesenská, muerta en 1944 en un campo de concentración nazi, con el fotorreportero sudafricano Kevin Carter, ganador del Pulitzer 1993 por su fotografía de una niña sudanesa hambrienta, asediada por aves carroñeras. En ese encuentro más allá de sus existencias terrenas, debatían sobre los límites éticos del mérito profesional. 
 En La cabeza de Goliat, Palant retoma esta modalidad al juntar a Pasolini y Caravaggio, dos artistas separados por casi 400 años, ambos en abierto conflicto con la prepotencia de las instituciones de su tiempo. Y entre las del siglo XX, el autor se permite incluir al psicoanálisis, con la autoridad que le confiere su doble condición de dramaturgo y médico psicoanalista. Lo que se busca, y se consigue o no, según la mirada de cada espectador, es poner a prueba si la distancia entre ambos personajes es tanta como lo cronometra el calendario. Al usar como modelos para sus vírgenes y santos a prostitutas y vagabundos, el renacentista escandalizaba a la alta burguesía y a la Iglesia, poderes fácticos del naciente capitalismo y consumidores de su arte, El director de cine retrata en sus películas la vida en los márgenes de la decadente sociedad capitalista. Uno y otro coinciden y discrepan sobre las monstruosidades engendradas, según la gramsciana frase, por “lo viejo que no acaba de morir y lo nuevo que no acaba de nacer”. Y como el Dante conducido por Virgilio, este Pasolini se interna, de la mano de Laura, en el infierno de sus propias obsesiones y contradicciones. Las que hacen del fantasmático Caravaggio el espejo en el que el cineasta se reconoce y al que rechaza. Sobre todo, cuando presiente que el pintor de tantas decapitaciones (de Goliat, de Holofernes, de Juan el Bautista) parece regresar, desde su lejano siglo XVII, para atormentar con ominoso presagio a nuestro casi contemporáneo Pasolini. ¿Sólo a él? 

  •  LA CABEZA DE GOLIAT (HOMBRES DEL CLAROSCURO) 
  • Autor: Jorge Palant 
  • Intérpretes: Néstor Navarría, Coni Marino, Marcelo Sánchez 
  • Escenografía y Vestuario: Julieta Capece 
  • Director: Enrique Dacal 
  • Teatro: Tadrón (Armenia y Niceto Vega), sábados a las 18

domingo, 10 de octubre de 2021

ADVERSARIOS

Coincidiendo con la llegada, algo tardía este año, de las aves homónimas, La Golondrina abrió sus alas –-o lo que es casi lo mismo: su escenario del barrio de Once, en el 2615 de la calle Sarmiento--, después del largo encierro pandémico. Acaba de estrenarse allí Adversarios, la adaptación teatral que Nicolás Porras y María Noble realizaron del relato de Antón Chéjov, Enemigos. Protagonizada y dirigida por el mismo Porras, con la actuación de Eduardo D Alessandro en el rol antagonista, la obra arranca con una escena sin palabras que es un desafío actoral mayúsculo. Un hombre sale de la habitación donde acaba de morir su único hijo, de seis años, víctima de la epidemia de difteria. Derrotado como padre y como médico, exhausto después de días y noches de lucha estéril contra la enfermedad que resultó más poderosa que su amor y que su ciencia, el hombre seca el sudor de su cara, parece hundirse en el extravío de preguntas sin respuesta, da unos pasos, vuelve, se sienta ante una modesta mesa escritorio, intenta leer y cierra con desprecio los libros inútiles de medicina. Estas acciones mudas tienen la tensión y el desgarro de un alarido, que Porras comunica con el lenguaje exacto de su gestualidad y movimientos. Si no fuera por el efecto hipnótico que producen esos minutos de puro teatro, el público sellaría la escena con una ovación. Lo que cambia el clima es la estridencia de un timbre que corta como tajo el duelo introspectivo. Al inoportuno, insistente llamado, le sigue la entrada de un hombre, encarnado por D Alessandro, que suplica primero y después exige al médico que vaya de inmediato a asistir a su mujer, víctima de un cuadro en apariencia grave. En adelante, comienzan a desplegarse las múltiples formas de la incomprensión de dos criaturas atravesadas por su propio dolor y la imposibilidad subjetiva de entender la frontera que los separa y los enfrenta. Frontera que no es sólo circunstancial sino también de status social y poder económico. El resto es una trama de crecientes y mutuas ofensas y de intentos de reparación condenados al fracaso. Pero que van desnudando el desamparo esencial de la criatura humana, cualquiera sea el grado de su saber o de su poder. Como en El testigo, la anterior puesta de este equipo teatral que integran el actor y director Nico Porras y la médica y sensible dramaturgista y gestora cultural María Noble, también en esta obra hay que destacar el cuidadoso tratamiento visual y sonoro de la puesta. La austera pero expresiva utilería y los climas generados por la iluminación y la música instalan, a la izquierda del pequeño escenario de La Golondrina, la modesta recámara de la casa del médico y, a la derecha, el señorial confort de la mansión del cliente. Menos es más en este espectáculo de chejoviana delicadeza que, a la manera de una golondrina venida de la Rusia de finales del Siglo XIX, hubiera detenido su vuelo en los altos de una casa del Once para recordarnos que, salvo algunos avances tecnológicos, en esta pospandemia del XXI, el comportamiento humano no ha cambiado demasiado. Como todo Chéjov, este relato devenido teatro conserva la mirada piadosa pero realista sobre los personajes, y es una reflexión sobre la vida, la enfermedad y la muerte. Y ahonda en las variables de ese ciclo, que incluye el amor y el odio, la desigualdad y las injustas jerarquías, la honestidad y la traición, el egoísmo, la dificultad de perdonar, los rígidos mandatos éticos, las ambiguas normas morales y la imperfección de la especie como límite de cualquier utopía.

lunes, 31 de agosto de 2020

HERR PROFESSOR FREUD

“No tenés límite”, le dije a modo de elogio a Pablo Zunino, después de ver por streaming, el sábado 16 de agosto, Herr Professor Freud, su más reciente creación escénicodigital. Se rió y no sé si percibió (yo inicialmente tampoco) las implicancias de esa frase coloquial, que me salió espontánea y abarcadora de todo lo que su espectáculo me ofreció para ver y me provocó para pensar y sentir.
Y sí, inicialmente creí que lo que me asombraba y admiraba era la versatilidad del talento de Zunino, que le ha permitido, a veces en simultáneo, ejercer su profesión de psicoanalista, ser crítico cultural en la prensa escrita, crear y conducir un programa radial; escribir, actuar, dirigir y producir teatro; y hasta consolidar un éxito de ocho temporadas ininterrumpidas que se llamó El Dr. Lacan. Sumados a su singularísimo nuevo trabajo sobre el padre del psicoanálisis, esos antecedentes bastaban, a mi primera vista, para dudar de que mi amigo hubiese agotado ahí su abanico de competencias. Y secretamente, confieso, me preparaba para aplaudirlo en su eventual próximo debut como performer, regisseur, creador de esculturas virtuales o director de orquesta. El espectáculo es a la vez un tributo al teatro, su negación y el rescate de sus despojos. Y es, más que homenaje a Freud, un grito de auxilio al intelectual, médico y neurólogo que tan profundamente buceó en la psiquis de la Humanidad en los siglos XIX y XX, a ver si su sabiduría le arrima un diván, un clonazepam o una camisa de fuerza si fuera necesario, a tanta locura desatada en el XXI. En cuanto a la estética, combina recursos operísticos (como la larga obertura inicial), del cabaret y los géneros musicales, de la historieta, de la comedia de situaciones, del cine y la televisión. Pero no puede encuadrarse en ninguna de esas categorías. Al revés, todas ellas se desencuadran al ser atravesadas por los lenguajes de última generación que las nuevas tecnologías ponen en circulación y convierten en caducos casi inmediatamente, de modo secuencial y --otra vez-- ilimitado. La obra está estructurada en escenas precedidas por carteles. El recurso típico del distanciamiento brechtiano es un guiño a su homólogo, el actual distanciamiento social preventivo. En la introducción, la voz en off del actor que en minutos será la de… ¿Freud?, recibe a espectadores que, si bien han pagado su entrada, son de una inmaterialidad que hará imposible el aplauso o el abucheo. Mientras tanto, un torrente de imágenes y fragmentos de películas o videos evocan, en blanco y negro o technicolor envejecido, un tiempo en que los cuerpos de Rita Hayworth & Fred Astaire, de bailarines de danza moderna, de acróbatas o de boxeadores se ofrecían al regocijo del público sin protocolos sanitarios. Un tiempo en que los ojazos de Betty Boop parpadeaban mimosos en su “Home Sweet Home”, la casa que el sueño americano no concebía como lugar de confinamiento. Como sí le tocará experimentar al dudoso Herr Professor, redivivo en Buenos Aires pandémico y obligado a adaptarse a las estrecheces de un departamento modesto, al alcohol en gel y la lavandina, a los teléfonos celulares, al lenguaje inclusivo y a la contingencia de haberse convertido en una curiosidad mediática. Lo cierto es que Herr Professor Freud ofrece un menú de preguntas sobre la nueva normalidad: ¿Por qué no resucitaría Sigmund Freud en un tiempo en que las redes y los medios inventan criaturas verosímiles bautizadas fake news? ¿Es la forma presencial (en una sala, plaza o calle) el único lugar donde puede consumarse el mentado convivio teatral? ¿Hay que suprimir, por la peste, los encuentros familiares, sexuales o laborales, o es lícito reemplazarlos por los sucedáneos ofrecidos por plataformas digitales? ¿Un Freud que renace en el S XXI como figura mediática es un farsante o un sabio que se adapta a la distopía para ayudar a la supervivencia de una comunidad en riesgo? ¿La ultraderecha global que niega realidad al Covid 19 y a las precauciones para evitar contagios, sería la manifestación social extrema de la pulsión de muerte? Las fosas comunes en países donde el virus hizo colapsar hasta los cementerios, ¿contradicen o confirman la idea freudiana acerca de los ritos fúnebres como representación de la muerte? Éstas y otras cuestiones se despliegan como interrogantes cuya falta de respuesta se hace soportable gracias a la ironía que Zunino maneja con destreza tanto en el texto como en la interpretación y a través de los imaginativos recursos de puesta en escena y edición digital a cargo de Pablo Bolaños y Marcelo López Carilo. Pasados varios días del estreno, la idea de los límites y de la ausencia de los mismos sigue rondándome, asociada a lo que Herr Professor Freud inaugura. Me gustaría volver a ver el espectáculo. Pero parece que por streaming la existencia de un hecho vivo es más efímera (lo ilimitado, al revés) que una función teatral de las de antes. ¿O no? Cuando lo que se nos presenta como verdaderamente ilimitado es el futuro o su cancelación, cuando la calamidad sanitaria llega acompañada por el resurgimiento de neofascismos, por la naturalización de la muerte, por el odio criminal o por demenciales movimientos antivacunas, antiinfectólogos o terraplanistas, se diría que la desmesura e xcede las posibilidades cognitivas de la humanidad. Y frente a tal claudicación de las conciencias, pedir al autor de El malestar en la cultura que reencarne via streaming puede ser, como queda dicho en la presentación, tanto una mentira escénica tan vieja como el mundo, como el “cuento del tío” de un comediante desocupado. O, por qué no, una maniobra de resucitación sobre la racionalidad agónica de la especie. Y si con Freud no alcanza, el fragmento de una escena protagonizada por Alejandro Urdapilleta, que se incluye en el final, nos recuerda que siempre queda la poesía. Y ahí sí, la obra nos hace un lugar en la balsa del inminente naufragio. HERR PROFESSOR FREUD Autor e intérprete: Pablo Zunino Jefe de arte: Marcelo López Carilo Dirección: Pablo Bolaños Estreno: 16/08/2020 en streaming, por Plateanet

sábado, 5 de octubre de 2019

“PARAJE LUNA”, DE FERNANDO CRESPI


La siguiente reseña de la obra "Paraje Luna" se publicó en el número 191 de la revista teatral CONJUNTO, de Cuba. Su autor, el argentino Fernando Crespi, nacido y residente en Pergamino, obtuvo por este texto el Premio Literario Casa de las Américas 2018 en la categoría Teatro. Un galardón que antes obtuvieron figuras de la talla de Julio Cortázar, Ezequiel Martínez Estrada, David Viñas, Juan Gelman, Osvaldo Dragún, Noé Jitrik, Atilio Borón, Enrique Buenaventura, Antonio Skármeta o Eduardo Galeano. El prestigio internacional de esta distinción confirma, una vez más, la relevancia del teatro argentino en los escenarios del mundo. 
Fernando Crespi y su texto "Paraje Luna"
editado por Casa de las Américas.
 
 
PAISAJE HUMANO EN "PARAJE LUNA",
DE FERNANDO CRESPI
Por Olga Cosentino

       – Y, en la ciudad es así: viven de la mentira, diga la verdad.

-      Acá, nosotros, mentir ¡nunca!, ¿eh? Cuanto mucho escondemos un poco, por pudor, por respeto.

 

La afirmación y su réplica definen el conflicto campo-ciudad, eje de la trama de Paraje Luna, la obra del dramaturgo argentino Fernando Crespi que resultó ganadora del Premio Literario Casa de las Américas 2018 en la categoría Teatro.

         Recientemente editada por Casa, la pieza tiene el doble valor de ser una tentadora hipótesis para la escena y, a la vez, una historia de impecable desarrollo y gozosa irreverencia. A partir del clásico antagonismo entre lo urbano y lo rural, la trama va desnudando los múltiples desencuentros de la familia humana, en un registro que combina el aguafuerte costumbrista con la tierna ironía, sin ocultar (pero sin subrayar) el trasfondo de honda desventura que acorrala siempre los sueños de los más frágiles. Sin énfasis, de manera tácita y hasta opcional para cada lector o espectador, la propuesta divierte e invita, también, a observar a través de la risa. Y a advertir, por ejemplo, que en la ciudad o en el campo -para el caso es lo mismo-, la lucha entre los que tienen poco y los que no tienen nada es el efecto visible de un mecanismo opaco, generado y usufructuado por los que lo tienen todo. Y codician más.

         Es que la obra que aquí reseñamos, como gran parte del teatro argentino del siglo XX y lo que va del XXI, abreva en el grotesco criollo, subgénero creado por el dramaturgo Armando Discépolo (1887-1971), deudor a su vez del grottesco italiano y de Luigi Pirandello. Una teatralidad que sintetiza lo trágico y lo ridículo, que congela la carcajada en mueca al revelar la profunda, inmerecida desdicha de los personajes que provocan risa.  

         En este caso, también la ficción escénica concebida por Crespi captura con humor ciertas deformidades sociales generadas por una configuración del mundo injusta, abusiva y caótica. Víctimas de ese desorden estructural, los personajes de Paraje Luna resultan cómicos cuando exhiben sus anomalías en acciones cotidianas. Pero son a la vez referencia dolorosa de las causas que los condenan a errar entre realidad e irrealidad, a naturalizar el absurdo de sus existencias, a deambular entre conocimiento, superstición y desinformación; a convivir con el desarraigo y la pérdida forzada de la identidad o a buscar soluciones mágicas.

         El lugar de la acción es, como define el título, una suerte de aldea o locación campesina de pocos pobladores, cuyas costumbres, sueños, fantasmas y prejuicios constituyen una réplica, en pequeña escala, del gran mundo que la contiene. Una locación ficcional que evoca otra real, ya que el Paraje Arroyo de Luna es un punto geográfico del interior de la provincia de Buenos Aires, cercano a la ciudad de Pergamino, donde reside el autor. Un poblado por donde el tren ha dejado de pasar y, con él, la posibilidad de comunicarse, crecer y hasta sobrevivir. Y donde no es difícil reconocer rasgos y desventuras de otros poblados rurales en otras latitudes, sobre todo del Sur Global y en particular de Nuestra América. Por su parte, la reducción del nombre geográfico (Paraje Luna, elidiendo Arroyo) que eligió el dramaturgo para el título, no parece gratuito. Añade extrañeza, cierta condición lunática, no terrenal, a la desmesura de la anécdota. Un atributo que, ciertamente, no es ajeno a las leyendas y mitos fundacionales que sobreviven, como una defensa natural, en las comunidades más asediadas por la depredación contemporánea.

         El conflicto principal que desespera a la gente de Paraje Luna es una atroz y prolongada sequía. Una calamidad climática tan antigua como el planeta pero de renovada y dramática actualidad, sobre todo en los territorios más expuestos a la sobreexplotación. Pero eso no lo saben ni se lo plantean los personajes. Para hacer frente al infortunio, el sediento grupo humano apela al sincretismo de ciencia y fe: se contrata a un ingeniero de la capital, supuesto inventor de una improbable máquina de hacer llover.

         La pieza comienza con la llegada del forastero salvador que será, de suyo, una presencia disruptiva. Antes que el insólito artefacto, el visitante pondrá en marcha una cadena de malentendidos y situaciones extravagantes, propia de cualquier choque cultural.

         DOÑA ENCARNACIÓN: ¡Ah! (…), el hombre es el que    hace llover y…          otros milagros.

         INGENIERO: Bueno, yo no hago milagros. Lo mío es      una   ciencia.

         DOÑA ENCARNACIÓN: Hay que creer o reventar, m’hijita. Este mozo parece muy estudiado. Salió en el          diario.

         BEBA: (Desde su pieza.) ¡Mamá! Ya le dije que estos      hombres que vienen de afuera engañan a la gente.

 

Quien más, quien menos, todos los personajes llevan a cuestas sus identidades descalabradas. Van a tientas entre lo que pugnan por ser (o tener) y lo que apenas son. El caso más estrafalario es el de los Mellizos 1 y 2, ambos llamados José y casados con la misma mujer, la Chola, a quien en el reparto de personajes el autor caracteriza como “alegre y dispuesta para todos”.

         La historia del teatro registra numerosos casos en los que mellizos o gemelos sirven a tramas que indagan en el tema del doble o la confusión de identidades, lo que permite un juego de equívocos de rendidora comicidad. Desde la comedia romana Los gemelos, de Plauto (-216 / -186 a.C.), pasando por los varios espectáculos del polaco Tadeusz Kantor (1915 / 1990), el recurso de poner en escena dos personajes idénticos permite desplegar infinitas situaciones en las que juegan el ingenio, la trampa, la diversión y hasta complejas abstracciones sobre el Otro como categoría filosófica.

         MELLIZO 2. ¿Usted nos toma por tontos?

         INGENIERO. No.

         MELLIZO 1. Porque, somos tontos.

         MELLIZO 2. De nacimiento.

         MELLIZO 1. Nacimos mal.

         MELLIZO 2. Está en el certificado.

         MELLIZO 1.  Dicen, que porque somos mellizos por parte de   madre.

         MELLIZO 2. Nuestros padres eran mellizos.

         MELLIZO 1. Mi papá se llamaba José.

         MELLIZO 2. Igual que el mío.

         MELLIZO 1. Y a mí me pusieron José como mi papá.

         MELLIZO 2. Y a mí como mi papá, José.

         Pero si bien se mira, poner a José y José en la trama de Paraje Luna no tiene por qué ser, excluyentemente, un recurso fantasioso para imaginar y construir personajes disparatados. Tanto como la querendona Chola, mujer de ambos; o como Duillo, el alcalde de florida oratoria; o como la tosca Doña Encarnación, su madre; o el dudoso Ingeniero, o la oscura y mística María, o la Beba, pedicura emocional según la caracterización que le atribuye el reparto de personajes, esos mellizos no son más extraños o distópicos que cualquier individuo de la vida real. Porque cada persona, aunque incluida en la uniformizante categoría de “gente común”, es única.  Observarla con atención hasta reconocer lo que le es propio es parte del oficio del dramaturgo. Que en este caso expone, además, una innegable empatía con sus criaturas. No hay héroes y villanos; todos revistan en la modesta categoría de antihéroes; y los villanos, desconocidos por sus víctimas como suele ocurrir también en el mundo, no dan la cara porque saben ejercer su villanía fuera de escena.

         Los lugareños aportan sus saberes ancestrales, su picardía, sus prejuicios, su desenfado, su refranero colorido y su razonable desconfianza. El recién llegado no logra definir si es él mismo o su tío difunto, de su mismo nombre y profesión según declara. Tal vez un estafador, acaso un desocupado o un precario buscavidas urbano, el Ingeniero no consigue disimular su perplejidad ante la singular clientela. Tampoco, cierta cobardía ante la expectativa mayúscula y la superioridad numérica de los pobladores. Unos y otro ponen en juego su mutuo recelo. Los límites del saber racional entran en colisión con lo ilimitado de la esperanza en la salvación milagrosa.

         BEBA - Usted sabrá mucho de lo suyo, pero de la vida, nada.         

         INGENIERO - Yo me esfuerzo en saber, pero siento        que nunca llego.

         La estructura dramática evoluciona en un crescendo de conflictividad. De la tierra sedienta del comienzo se pasa al primer chubasco y luego a la inundación. Imposible saber si la cambiante meteorología obedece a causas naturales o mágicas. Pero es evidente que ese devenir perturba los ánimos y desata pulsiones primarias que la intención dramática convierte en materia de rendidora comicidad.

         La trama se desarrolla con acciones dinámicas de gran teatralidad, con réplicas ingeniosas e hilarantes. Los regionalismos, lejos de vedar la comprensión, despliegan el encanto de la diversidad.

         En escenas breves, de efectiva resolución y riqueza de significados, la acción transita momentos de desbordado erotismo, de lucha por la propiedad de los recursos, de intentos de soborno o de transformación de una criatura mediocre en un líder, para terminar víctima de estigmatización, privación de la libertad y linchamiento. Este último caso habilita a encontrar paralelismos en la historia o en el presente, desde la crucifixión del Mesías hasta equivalencias más cercanas y todavía en proceso.

         Pero no hay en la obra ningún pasaje que exprese, ni explícita ni veladamente, la intención de metaforizar la actualidad social ni de comunicar ideología. Es cierto que Paraje Luna tiene algo de lupa poética sobre lo real, de artilugio que entretiene y divierte para agrandar y hacer visible eso que, lo miremos o no, existe. Todas las situaciones responden al dispositivo dramático puesto a funcionar y al potencial latente en los personajes, que el autor parece haber construido con caricaturesco trazo grueso. Sólo parece. Los rasgos que podrían calificarse de desmesurados o expresionistas son parte del paisaje humano que se ofrece a quien de veras quiera observar. Singularidades ordinarias o extraordinarias que, procesadas y resignificadas por el artificio del artista, construyen la mentira con la que el teatro busca la verdad.  Aun sabiendo que la auténtica desmesura es pretender hallarla.

Revista CONJUNTO n° 191,
Casa de las Américas, Cuba