Fernando Crespi y su texto "Paraje Luna" editado por Casa de las Américas. |
– Y, en la ciudad es así: viven de la mentira, diga la verdad.
-
Acá, nosotros,
mentir ¡nunca!, ¿eh? Cuanto mucho escondemos un poco, por pudor, por respeto.
La afirmación y su
réplica definen el conflicto campo-ciudad, eje de la trama de Paraje Luna, la obra del dramaturgo argentino Fernando Crespi
que resultó ganadora del Premio Literario Casa de las Américas 2018 en la
categoría Teatro.
Recientemente editada por Casa, la
pieza tiene el doble valor de ser una tentadora hipótesis para la escena y, a
la vez, una historia de impecable desarrollo y gozosa irreverencia. A partir del
clásico antagonismo entre lo urbano y lo rural, la trama va desnudando los
múltiples desencuentros de la familia humana, en un registro que combina el
aguafuerte costumbrista con la tierna ironía, sin ocultar (pero sin subrayar)
el trasfondo de honda desventura que acorrala siempre los sueños de los más
frágiles. Sin énfasis, de manera tácita y hasta opcional para cada lector o
espectador, la propuesta divierte e invita, también, a observar a través de la
risa. Y a advertir, por ejemplo, que en la ciudad o en el campo -para el caso
es lo mismo-, la lucha entre los que tienen poco y los que no tienen nada es el
efecto visible de un mecanismo opaco, generado y usufructuado por los que lo
tienen todo. Y codician más.
Es que la obra que aquí reseñamos, como
gran parte del teatro argentino del siglo XX y lo que va del XXI, abreva en el
grotesco criollo, subgénero creado por el dramaturgo Armando Discépolo (1887-1971),
deudor a su vez del grottesco italiano y de Luigi
Pirandello. Una teatralidad que sintetiza lo trágico y lo ridículo, que congela
la carcajada en mueca al revelar la profunda, inmerecida desdicha de los
personajes que provocan risa.
En este caso, también la ficción
escénica concebida por Crespi captura con humor ciertas deformidades sociales generadas
por una configuración del mundo injusta, abusiva y caótica. Víctimas de ese
desorden estructural, los personajes de Paraje Luna resultan cómicos
cuando exhiben sus anomalías en acciones cotidianas. Pero son a la vez
referencia dolorosa de las causas que los condenan a errar entre realidad e
irrealidad, a naturalizar el absurdo de sus existencias, a deambular entre conocimiento,
superstición y desinformación; a convivir con el desarraigo y la pérdida
forzada de la identidad o a buscar soluciones mágicas.
El lugar de la acción es, como define
el título, una suerte de aldea o locación campesina de pocos pobladores, cuyas
costumbres, sueños, fantasmas y prejuicios constituyen una réplica, en pequeña
escala, del gran mundo que la contiene. Una locación ficcional que evoca otra
real, ya que el Paraje Arroyo de Luna es un punto geográfico del interior de la
provincia de Buenos Aires, cercano a la ciudad de Pergamino, donde reside el
autor. Un poblado por donde el tren ha dejado de pasar y, con él, la
posibilidad de comunicarse, crecer y hasta sobrevivir. Y donde no es difícil
reconocer rasgos y desventuras de otros poblados rurales en otras latitudes, sobre
todo del Sur Global y en particular de Nuestra América. Por su parte, la reducción
del nombre geográfico (Paraje Luna, elidiendo Arroyo) que eligió el dramaturgo
para el título, no parece gratuito. Añade extrañeza, cierta condición lunática,
no terrenal, a la desmesura de la anécdota. Un atributo que, ciertamente, no es
ajeno a las leyendas y mitos fundacionales que sobreviven, como una defensa
natural, en las comunidades más asediadas por la depredación contemporánea.
El conflicto principal que desespera a la
gente de Paraje Luna es una atroz y prolongada sequía. Una calamidad climática
tan antigua como el planeta pero de renovada y dramática actualidad, sobre todo
en los territorios más expuestos a la sobreexplotación. Pero eso no lo saben ni
se lo plantean los personajes. Para hacer frente al infortunio, el sediento grupo
humano apela al sincretismo de ciencia y fe: se contrata a un ingeniero de la
capital, supuesto inventor de una improbable máquina de hacer llover.
La pieza comienza con la llegada del forastero salvador que será, de suyo, una presencia
disruptiva. Antes que el insólito artefacto, el visitante pondrá en marcha una
cadena de malentendidos y situaciones extravagantes, propia de cualquier choque
cultural.
DOÑA ENCARNACIÓN: ¡Ah! (…),
el hombre es el que hace llover y… otros milagros.
INGENIERO: Bueno, yo
no hago milagros. Lo mío es una ciencia.
DOÑA ENCARNACIÓN:
Hay que creer o reventar, m’hijita. Este
mozo parece muy estudiado. Salió en el diario.
BEBA: (Desde su
pieza.) ¡Mamá! Ya le dije que estos hombres
que vienen de afuera engañan a la gente.
Quien más, quien
menos, todos los personajes llevan a cuestas sus identidades descalabradas. Van
a tientas entre lo que pugnan por ser (o tener) y lo que apenas son. El caso
más estrafalario es el de los Mellizos 1 y 2, ambos llamados José y casados con
la misma mujer, la Chola, a quien en el reparto de personajes el autor
caracteriza como “alegre y dispuesta para todos”.
La historia del teatro registra
numerosos casos en los que mellizos o gemelos sirven a tramas que indagan en el
tema del doble o la confusión de identidades, lo que permite un juego de
equívocos de rendidora comicidad. Desde la comedia romana Los gemelos, de Plauto (-216 / -186 a.C.), pasando por los
varios espectáculos del polaco Tadeusz Kantor (1915 / 1990), el recurso de
poner en escena dos personajes idénticos permite desplegar infinitas
situaciones en las que juegan el ingenio, la trampa, la diversión y hasta
complejas abstracciones sobre el Otro como categoría filosófica.
MELLIZO
2. ¿Usted nos toma por tontos?
INGENIERO. No.
MELLIZO
1. Porque, somos tontos.
MELLIZO
2. De nacimiento.
MELLIZO
1. Nacimos mal.
MELLIZO
2. Está en el certificado.
MELLIZO
1.
Dicen, que porque somos mellizos por parte de madre.
MELLIZO
2. Nuestros padres eran mellizos.
MELLIZO
1. Mi papá se llamaba José.
MELLIZO
2. Igual que el mío.
MELLIZO
1. Y a mí me pusieron José como mi
papá.
MELLIZO
2. Y a mí como mi papá, José.
Pero si bien se mira, poner a José y
José en la trama de Paraje Luna no tiene por qué
ser, excluyentemente, un recurso fantasioso para imaginar y construir
personajes disparatados. Tanto como la querendona Chola, mujer de ambos; o como
Duillo, el alcalde de florida oratoria; o como la tosca Doña Encarnación, su
madre; o el dudoso Ingeniero, o la oscura y mística María, o la Beba, pedicura
emocional según la caracterización que le atribuye el reparto de personajes, esos
mellizos no son más extraños o distópicos que cualquier individuo de la vida
real. Porque cada persona, aunque incluida en la uniformizante categoría de “gente
común”, es única. Observarla con
atención hasta reconocer lo que le es propio es parte del oficio del dramaturgo.
Que en este caso expone, además, una innegable empatía con sus criaturas. No
hay héroes y villanos; todos revistan en la modesta categoría de antihéroes; y
los villanos, desconocidos por sus víctimas como suele ocurrir también en el
mundo, no dan la cara porque saben ejercer su villanía fuera de escena.
Los lugareños aportan sus saberes
ancestrales, su picardía, sus prejuicios, su desenfado, su refranero colorido y
su razonable desconfianza. El recién llegado no logra definir si es él mismo o
su tío difunto, de su mismo nombre y profesión según declara. Tal vez un
estafador, acaso un desocupado o un precario buscavidas urbano, el Ingeniero no
consigue disimular su perplejidad ante la singular clientela. Tampoco, cierta
cobardía ante la expectativa mayúscula y la superioridad numérica de los
pobladores. Unos y otro ponen en juego su mutuo recelo. Los límites del saber
racional entran en colisión con lo ilimitado de la esperanza en la salvación
milagrosa.
BEBA - Usted sabrá
mucho de lo suyo, pero de la vida, nada.
INGENIERO - Yo me
esfuerzo en saber, pero siento que
nunca llego.
La estructura dramática evoluciona en
un crescendo de conflictividad. De la tierra sedienta del comienzo se pasa al
primer chubasco y luego a la inundación. Imposible saber si la cambiante
meteorología obedece a causas naturales o mágicas. Pero es evidente que ese
devenir perturba los ánimos y desata pulsiones primarias que la intención
dramática convierte en materia de rendidora comicidad.
La trama se desarrolla con acciones
dinámicas de gran teatralidad, con réplicas ingeniosas e hilarantes. Los regionalismos,
lejos de vedar la comprensión, despliegan el encanto de la diversidad.
En escenas breves, de efectiva
resolución y riqueza de significados, la acción transita momentos de desbordado
erotismo, de lucha por la propiedad de los recursos, de intentos de soborno o
de transformación de una criatura mediocre en un líder, para terminar víctima de
estigmatización, privación de la libertad y linchamiento. Este último caso
habilita a encontrar paralelismos en la historia o en el presente, desde la
crucifixión del Mesías hasta equivalencias más cercanas y todavía en proceso.
Pero no hay en la obra ningún pasaje
que exprese, ni explícita ni veladamente, la intención de metaforizar la
actualidad social ni de comunicar ideología. Es cierto que Paraje Luna tiene algo de lupa poética sobre lo real, de
artilugio que entretiene y divierte para agrandar y hacer visible eso que, lo miremos
o no, existe. Todas las situaciones responden al dispositivo dramático puesto a
funcionar y al potencial latente en los personajes, que el autor parece haber
construido con caricaturesco trazo grueso. Sólo parece. Los rasgos que podrían calificarse
de desmesurados o expresionistas son parte del paisaje humano que se ofrece a
quien de veras quiera observar. Singularidades ordinarias o extraordinarias
que, procesadas y resignificadas por el artificio del artista, construyen la
mentira con la que el teatro busca la verdad.
Aun sabiendo que la auténtica desmesura es pretender hallarla.
Revista CONJUNTO n° 191,
Casa de las Américas, Cuba