"El arte no es un espejo para reflejar la realidad sino un martillo para darle forma". Bertolt Brecht
sábado, 5 de abril de 2025
VIAJE AL FIN DE LAS SOMBRAS
El último sábado a las siete de la tarde salimos de casa, en caravana de tres autos. Fuimos a ver “Viaje al fin de las sombras”, en el Teatro de Villa Ruiz, un pueblo de 700 habitantes, vecino a Luján, en el municipio de San Andrés de Giles.
El teatro es así, sucede donde tiene que suceder. Permítanme una digresión, les aseguro que tiene que ver: en los años 80, la intelectual y activista Susan Sontag montó una versión de “Esperando a Godot” en la Kosovo devastada por la guerra, con artistas locales y entre los escombros. Ahora mismo, en la ciudad palestina de Yenín, en la Cisjordania ocupada y bombardeada por Israel, los jóvenes actores y actrices del grupo Teatro de la Libertad resisten ensayando su próximo e incierto estreno.
Es que el teatro ocurre adentro pero también por fuera de los centros de entretenimiento masivo. Con o sin subsidios oficiales. Estimulado o ninguneado por políticas institucionales. En megametrópolis o en poblados sin señal de wifi. Y precisamente cuando faltan las condiciones propicias es cuando más claramente se revela que el teatro es, por naturaleza, independiente. Lo es, incluso, en contra o a pesar de las condiciones que supuestamente lo favorecerían.
Por eso, para ver ese otro teatro, con mis hijos y mis nietos adolescentes, encaramos los 93 km que hay entre nuestros domicilios en CABA y el espectáculo escrito y dirigido por Guillermo De Blas e interpretado por Dolores Riera, Manuel Aimé y Lucas Caballero. El comentario y reportaje al director publicado en Página 12 por Cecilia Hopkins me motivaron, y una corazonada me decía que tenía que ver eso.
Salimos al atardecer y se nos hizo de noche justo cuando dejamos la Autopista AU7 para tomar la ruta provincial en los últimos 23 km. La noche estaba oscurisima, sin luna. Pero no hizo falta que el GPS anunciara la llegada a destino: dos chiquilines de unos nueve o diez años agitaban los brazos haciendo señas de ¡es aquí! y nos dieron la bienvenida llamándome por mi nombre y gesticulando luego las precisas indicaciones para que estacionáramos. El título de “Viaje al fin de las sombras” quedaba ya justificado. Pero habría más.
Después de una antesala bajo cielo estrellado -que en la ciudad no se consigue-, apurando un vaso de cola o de fernet, mientras los perros de la casa se acercan, amigables, a ver si ligan algún maní o el final de una empanada, llega la hora. Entramos de a uno, de la mano de quien nos ubica en nuestra butaca. La oscuridad es tan absoluta que se puede “ver” la música que compuso Santiago Mastronardi para este “Viaje… “ y que lleva por subtítulo “Tragedia criolla para actores de circo”. Aunque la obra va a contar lo que ocurre después de la tragedia. Como sea, desde los primeros minutos se advierte el cruce de géneros: circo, teatro, danza, clown, tragedia y poesía son lenguajes que se alternan o superponen en el discurso escénico.
Tras la oscuridad inicial, un haz de luz atraviesa a duras penas el polvo o la tiniebla y nos descubre a Margarita, Haroldo y Rulfo, los personajes. Por los disfraces harapientos y los restos de maquillaje en sus caras, parecen sobrevivientes de una troupe circense de una comunidad o un mundo casi extinguido. Deambulan a través del caos dejado por alguna catástrofe previa, arrastrando su carpa precaria y sus rutinas de fantasía alteradas por la realidad. La tiniebla en la que transcurre el espectáculo es un significante potente, que la puesta administra con rigor, casi con virtuosismo. Es un recurso que no sólo genera climas dramáticos sino que alude, a nuestro entender, a las falsificaciones de la vida real, que necesitan de la opacidad para urdir sus estafas.
Otro tanto ocurre con la música, que subraya, comenta o ridiculiza las acciones o los decires de esos payasos del inframundo. Lo mismo pasa con la sonorización, que recrea vientos, lluvia, truenos y tempestades con recursos artesanales, a la vista del público. Desnudando la tramoya escénica se alude tal vez a otras trampas, por ejemplo, la que oculta al actor detrás del personaje o debajo de la máscara, o la que al criminal lo traviste en víctima o en juez. Estremece reconocer, en esos cambios de identidades, las transacciones oscuras entre mentira y verdad que dominan los titulares de los medios de todo el mundo. Cada espectador acaso asocie alguna de las criaturas encarnadas o evocadas por esos comediantes con alguien cuyo nombre y apellido repite u omite, según convenga, la prensa, las redes o el manipulado sentido común.
El texto es de una exuberancia conceptual acaso excesiva, lo que debilita en parte la teatralidad. Las imágenes y situaciones que generan esos tres funámbulos terminales son de fuerte sugerencia, pero no siempre alcanzan para justificar las verdades profundas o las reflexiones trascendentes que pronuncian. Son enunciados inquietantes sobre la identidad y la palabra, sobre la vida y la muerte, sobre el odio, amor y la revolución, que no dejan indiferente al público, pero que no necesariamente surgen de la acción dramática previa. Algunos espectadores reconocerán citas, a veces tácitas y en algunos casos más literales, de autores o de saberes canónicos. Empezando por el título, casi una transparencia del “Viaje al fin de la noche”, la novela del notable y polémico Louis-Ferdinand Cèline, inspirada en la devastación posterior a la Segunda Guerra Mundial. Hay también un momento shakespeareano sobre la identidad, evocado por el monólogo de Hamlet frente a la calavera. En la reflexión sobre la palabra o el logos como fundante de la cosa resuenan desde pasajes de la Biblia hasta Borges. En algunas escenas se perciben ecos de Kafka, Nietzsche o Platón, de Beckett, de Pirandello o de Rodolfo Walsh. Pero el caos civilizatorio que denuncia la obra apela a tal abundancia de sentidos que parece dificultar la síntesis en una idea-fuerza que organice y conduzca el desarrollo dramático.
No obstante, hasta las probables fragilidades del espectáculo y, sobre todo, la elaborada estética de la puesta y la ductilidad corporal y gestual de los intérpretes armonizan en una totalidad de la que no se debe excluir aspectos extraescénicos (¿o no tanto?) como los detalles de la locación o el entorno mencionados al comienzo de estas líneas.
Tras los aplausos entusiastas y algún ¡bravo! en una sala de unos 40 asientos ocupados, los espectadores fuimos saliendo, la mayoría en silencio, como concentrados todavía en lo que acabábamos de presenciar.
En la galería, con guirnaldas de lamparitas de colores, una pequeña barra ofrecía empanadas, pizza y algunas bebidas. Más allá, en el pasto, las sillas y sillones ahora rodeaban un fogón encendido que invitaban a prolongar la velada. Merodeando, los mismos perros tamaño L, se acercaban, mansos y discretamente ávidos de atajar algún bocado al vuelo. El autor y director de la obra, el productor, Silvio Falasconi, y los tres actores, también salían y, mezclándose con el público, se prestaban sin forzamiento al intercambio de impresiones, preguntas y comentarios con el público. Sin flashes ni paparazzis, salvo las múltiples selfies con fondo de noche cerrada sobre la pampa. Pero no todo terminó ahí.
A la mañana siguiente, domingo y sin apuro, mi grupo de WhatsApp familiar estalló antes del mediodía con mensajes y réplicas: -Che, digan algo sobre lo que vimos anoche-, provocó uno … -A mí me gustó, pero mucho no entendí- se animó otra. -Yo tampoco entendí todo, pero me resultó muy movilizante, en algunos escenas parecía describir la realidad actual, además me recordó a La Zaranda, por esos personajes como muertos vivos…, asoció una tercera. Y el comentario menos pensado llegó de uno de los adolescentes (16 años) : -La obra tiene un enfoque oscuro que no tiene el teatro tradicional. La música y los títeres me parecieron muy buenos, aunque yo no la entendi mucho porque no habla de una historia en sí. Lo que creo que quiere representar es una reflexión sobre la identidad y la libertad.
“Viaje al fin de las sombras”, y el Teatro Villa Ruiz, los casi cien kilómetros que lo separan del hegemón cultural y comercial que es CABA, y los espectadores que se trasladan distancias infrecuentes para ver una obra hacen un combo estimulante y a la vez perturbador. Un fenómeno sociopoético (perdón, necesito el neologismo) que reclama ser abarcado por algo más que la reseña convencional de un espectáculo. Un fenómeno del que no puede dar cuenta sólo el análisis supuestamente calificado de una obra teatral sin incluir el impacto que tal hecho escénico produce en el conjunto de diversidades llamado público. Del cual un subconjunto bien podría ser este micromundo o tribu familiar que me acompañó, ahora que ya no puedo ir sola. Lo que, en mi caso, confirma otra vez que las insuficiencias también enriquecen el todo.
Por eso en este “Viaje al fin de las sombras” algunos de nosotros hemos logrado espiar o entrever o sospechar algo del misterio que, insidioso pero constante, nos acompaña en el recorrido.
FICHA TÉCNICA
VIAJE AL FIN DE LAS SOMBRAS
Elenco: Manuel Aime, Lucas Caballero, Dolores Riera.
Música original: Santiago Mastronardi.
Asistencia de escena: Camila Pozzi.
Dramaturgia y dirección: Guillermo De Blas-
Teatro Villa Ruiz, sábados a las 21.
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