sábado, 27 de julio de 2024

VESTIDO DE MUJER

Otra vez la ficción me reconcilia con lo real. Me recuerda que la parte de lo real vociferada por los medios hegemónicos no es la única realidad. Tarde fría de domingo, hace dos semanas. Con mi amiga Cecilia -periodista, investigadora y creadora teatral- fuimos a ver Vestido de mujer, un espectáculo poético-musical con dramaturgia y dirección de Emiliano Samar, basado en poemas de Francisco Pesqueira, con siete actrices y un pianista en escena. Fue en Patio de Actores, segunda temporada, a sala llena. Esto último, un fenómeno llamativo que vengo observando. Mucho público para mucha actividad teatral no deja de ser una singularidad en este contexto de crisis económica. Aun en una ciudad teatrera como Buenos Aies. Se diría que, al menos sectores medios que recortan algunos consumos para defender otros (por ahora), eligen restringirse, por caso, en las milanesas de peceto, a cambio de una salida al teatro. En lo personal, no es que las artes escénicas me rescaten del espanto ante el avance libertario sobre el cine nacional, sobre el Instituto Nacional de Teatro, sobre el Conicet, sobre la salud y la educación públicas, sobre la comida de los que tienen hambre, o sobre el lenguaje, infestándolo de insulto, de odio y de irracionalidad. No, es al revés. El escenario, más allá del tema o de la época en que se ubique la acción dramática, siempre se referencia, por semejanza o contraste, en el presente del espectador. A diferencia del amarillismo mediático, el teatro no ancla en el goce perverso de la noticia escandalosa. Al contrario: el rito escénico es un intento por entender. Como cualquier exploración en el misterio de lo humano por parte de la ciencia o del arte, en cualquiera de sus disciplinas. Escribo esto sin pretender reseñar un espectáculo, como trataba de hacerlo desde el oficio periodístico, cuando lo ejercía. Apenas intento entender algo, yo también, como la mayoría -intuyo- de quienes coinciden conmigo en una platea o como quienes –también supongo— siguen subiéndose a un escenario para actuar, o hacer música, o insisten en filmar, o componer, o pintar, o edificar, o plantar malvones en el balcón. Pero en este caso, puntualmente, necesito compartir esta deriva a la que me induce la comunidad de quienes hacen teatro en los circuitos del “todo a pulmón”, sin más compensación que la pequeña felicidad del hacer, para otros y otras, a ver si por fin, juntas y juntos, empezamos a entender cómo se regresa de esta infrahumanidad. Aclarado lo que estas líneas NO son, vuelvo a Vestido de mujer. Ya desde el título, el espectáculo apunta a desmontar sentidos latentes en los vocablos “vestido” y “mujer”. La cultura, al menos en Occidente y a partir de finales de la Edad Media y comienzos del Capitalismo, se ha servido de la indumentaria como un dispositivo para demarcar fronteras binarias en los cuerpos, y para definir la identidad de género y la pertenencia de clase. Colores, brillos, transparencias, bordados y recursos ornamentales diversos, según épocas y modas, estuvieron ligados al erotismo heterosexual como negocio y a la construcción de la mujer-objeto según el orden patriarcal. En clara refutación de ese paradigma, el vestuario diseñado por Sandra Ligabue para las siete intérpretes es negro, un no-color, aunque con modelos bien diferentes: faldas largas, cortas o pantalones. Con ese atuendo, a la vez común a todas y diferente para cada una, las actrices van diciendo, con frescura y a veces también con humor, sus nombres propios y rasgos identitarios hasta que, sin solución de continuidad, van transitando imperceptiblemente hacia el personaje. Todas son quienes son y, a la vez, son algunas de las figuras homenajeadas por Pesqueira en sus poemas. Alfonsina Storni, Tita Merello, Marie Curie, Raffaella Carrá, Cris Miró, Camila O’Gorman, Lola Mora o Camille Claudel, entre otras, van enunciando y denunciando el entramado cultural que naturalizó por siglos su sometimiento. Y que hoy, aunque con más visibilidad, sigue demandando resistencia y lucha a mujeres, minorías y diversidades. Párrafo aparte merece la dramaturgia y dirección actoral de Samar, que enhebró la poesía de Pesqueira con textos coloquiales, a veces de intencionada ironía, o de reconocible dramatismo, siempre eludiendo la solemnidad o el trascendentalismo que a veces desluce el lirismo escénico. El elenco integrado por Ana Padilla, Claudia Pisanu, Gabriela Villalonga, Jazmín Ríos, Yamila Ulanovsky, Guadalupe D’Aniello (reemplazada en la función de ese día por Marysol Calvo) y Paula Basalo (en lugar de Analía Sirio), estuvo a la altura del desafío corporal y vocal. Cada una consiguió el rasgo particular de las distintas criaturas que le tocó animar, con el humor o el temblor requeridos, con una impecable prosodia y, a la vez, sin caer en la dicción artificiosa del recitativo ni descuidar el espesor emocional o la psicología del personaje. En los pasajes musicales -que contaron con el carácter y la delicadeza de Martín Tello en el piano- se hizo evidente la diferencia entre quienes tienen dotes y formación de cantantes profesionales y quienes no. Pero hay que decir que todas asumieron la exigencia con encanto y con un ajuste técnico inobjetable. Con el mismo rigor expresivo y con deliberada sobriedad, la escenografía de Carlos Di Pasquo consigue un diálogo flexible con los desplazmientos coreográficos de las intérpretes. Siete sillas negras con tapiz rojo son la única y suficiente utilería que, bajo las luces, sombras y penumbras administradas por Malena Miramontes Boim, generan atmósferas que completan la expresividad de los cuerpos y las voces. Pero más allá de cualquier evaluación puntual del espectáculo, lo que aplaudo en este momento tan inédito del país y del mundo es que, ante la degradación de la palabra, se intente la poesía. Ante la prepotencia de la riqueza material, se resista desde la trinchera inmaterial de la música. Y ante la desfinanciación y los intentos de aniquilamiento de la cultura, el teatro independiente, con sus porfiadas búsquedas, nos permita creer, todavía, que nos esperan luminosos hallazgos. Ficha técnica: Vestido de mujer de Samar Pesqueira Elenco: Ana Padilla, Claudia Pisanu, Gabriela Villalonga, Guadalupe D´Aniello, Jazmín Ríos, Paula Basalo, Yamila Ulanovsky Músico: Martín Tello Poemas: Francisco Pesqueira Dramaturgia: Emiliano Samar Diseño de vestuario: Sandra Ligabue Diseño escenográfico: Carlos Di Pasquo Diseño de iluminación: Malena Miramontes Boim Maquillaje: Cholu Dimola Fotos: Gianni Mestichelli Redes y comunicación: Martina Rabbetts Asistencia de dirección y asistencia técnica: Nuria Dieguez Dirección Emiliano Samar Patio de Actores, Lerma 568, domingos 17 h

martes, 9 de julio de 2024

CLASE PÓSTUMA

En tiempos de zozobra, hace bien encontrarse con la gente que uno quiere. Me hizo bien ver a gente que hacía tiempo no veía; incluso, a quien no soñaba con volver a ver. Me ocurrió en la “Clase póstuma” que dictó el maestro Juan Gené poco después de su muerte, en 2012, para sus discípulos de hoy. Asistí como lo hice tantas veces cuando él vivía y yo era periodista. La cita fue en la sala Cunill Cabanellas del San Martin. Me invitó el autor y director de la obra, Alejandro Robino. Me acompañó y empujó mi silla mi amigo Pablo Zunino, teatrero psi y prologuista de mi libro sobre Gené. Y en escena, lo mismo que en las gradas que la rodeaban, estaba lleno de amigas y amigos, algunos ya conocidos. Con otros, la mayoría, compartíamos el mismo aire por primera y acaso única vez. Pero todos, amigos y amigas. Como todas y todos, lo necesitábamos ese miércoles negro de tres grados a la sombra de un sombrío atardecer, con personas durmiendo a la intemperie, despidos masivos sin causa ni indemnización, peso megadevaluado, simulacro de juicio a magnicidas, nene desaparecido en un naranjal o prestigioso especialista en política internacional denunciado por abuso sexual reiterado. Hacía falta esa confirmación de que, como dice el poeta Dylan Thomas, “la muerte no tendrá poder”. Y no. Aunque está y goza viéndonos morir. Pero no, no tendrá poder. Porque ahí estuvo Juan, el maestro tercamente decidido a entregar su sabiduría teatral a quienes heredarán su legado. Usando el cuerpo de Claudio Gallardou como su casa tomada, Juan volvió a machacar que el actor es acción. Por etimología y definición. Para encarnar un personaje el actor tiene que hacer. Las intenciones, las emociones vienen de lo que el actor hace, y el hacer es lo que al personaje le permite ser. Eso repetía Gené. Y ahí, el actor Gallardou deja, talento actoral mediante, que sea Juan el que camina impaciente con las manos entrelazadas por atrás; el que exhibe la huella de su exilio venezolano en el uso de la segunda persona, al elegir el caribeño y académico “tú” y no el más argentino “vos”; el que utiliza el método socrático de preguntar a partir de lo que el alumno cree que sabe.
El elenco de jóvenes actrices y actores recrean con frescura, con sus mismos nombres de pila, a quienes asistieron a sus talleres de actuación: Rita (Celeste Gerez), Carlos (Enrique Dumont), Violeta (Natalia Santiago), Camilo (Manuel Vignau) y Maia (Ana Balduini). Quien conduce al maestro en esta vuelta a clase, es el actor Mario Petrosini encarnándose a sí mismo. Una suerte de Virgilio al revés. El viaje no busca bajar con Juan al reino de los muertos sino regresarlo a la vida. De la que no parece haberse ido. Porque Robino, autor de “Clase póstuma” y también discípulo de los talleres de dirección teatral de Gené, escribió y puso en escena, no una transcripción objetiva, pero sí una semblanza genuina del maestro: su actitud física, sus tics, su discurso preñado de sentido, su oralidad sintácticamente inobjetable, la densidad abrumadora de su lógica, el rigor a veces arbitrario de su autoridad, que incluía ternura, humanismo y una devoción por lo sagrado del hecho teatral. La obra tiene la dinámica de las clases evocadas, donde actores y actrices muestran una escena previamente elaborada y el maestro evalúa, corrige y sobre todo induce a reflexiones que trascienden la mera pedagogía teatral y abordan problemáticas humanas, políticas y hasta filosóficas. Pero a la vez, y transversal a la profundidad de los temas que van apareciendo, una ironía a veces tierna, a veces más crítica, juega a desarticular cualquier desborde barroco o golpe bajo emocional. El crimen político, la traición, el odio y la venganza de un pasaje shakespeariano están a salvo de la grandilocuencia por la inmediata, inevitable conexión con la actualidad. Y qué decir de la escena en la que Nora intenta explicarle a Torvaldo por qué abandona hogar, hijos y el confort cosificante de su Casa de Muñecas. Sexo y poder -induce a comparar el maestro desde el texto de Robino- son mucho más que la ecuación dramática del texto ibseniano. En otro ejercicio, una actriz propone un monólogo de autor contemporáneo, “M’greet”. Se trata de un magnífico texto, aun no estrenado, del mismo Robino, sobre Mata Hari, la bailarina, cortesana y espía, condenada y ajusticiada por traición. Otra vez, sexo y poder. Por eso nos reímos, con amarga solidaridad, de ese siglo XIX al que este XXI parece obligarnos a retroceder. Pero esta pulsión del arte por domesticar la muerte, por dibujar, en las paredes de las cuevas, las bellas criaturas de la naturaleza, antes de que el tiempo las degrade, tal vez sea un modo de la eternidad. Tal vez, el pasado miércoles, con toda esa gente amiga, le hayamos hecho un corte de manga a este tiempo helado y cruel. Porque Juan Carlos Gené estuvo ahí. Yo lo vi. FICHA TÉCNICA Elenco: Claudio Gallardou, Mario Petrosini, Celeste Gerez, Enrique Dumont, Natalia Santiago, Manuel Vignau, Ana Balduini. Diseño coreográfico:Damián Malvascio Música y diseño sonoro: Diego Rodríguez Iluminación: Soledad Ianni Vestuario: Paula Santos Escenografía: Cecilia Zuvialde Director asistente: Ezequiel Martelliti Autor y director: Alejando Robino. Sala Cunill Cabanellas Teatro San Martín