domingo, 7 de diciembre de 2025

MARÚNICA – REPORTAJE A UNA PINTORA ESPAÑOLA

“Marúnica” la llamaba su amigo Pablo Neruda. Y la pintora surrealista Maruja Mallo exhibió el apodo, orgullosa y desafiante, en su vital recorrido por casi todo el siglo XX. Pero ni el aval del apelativo, ni la singularidad de su talento artístico, ni su extravagante personalidad alcanzaron. Fue necesario que la no menos talentosa actriz, dramaturga e intelectual argentina Cecilia Hopkins estrenara el delicioso unipersonal que tituló precisamente Marúnica – Reportaje a una pintora española, para que los algoritmos empiecen -lentamente, aquí sí- a darse por enterados. Hagan ustedes la prueba: pregunten, a la muy artificial AI, por las figuras prominentes del surrealismo. Les dirá que André Breton --claro, fundador de la tendencia, y agregará que Dalí, Max Ernst, Miró, Buñuel, Éluard y algunos más. La lista difícilmente incluya a alguna mujer, que las hubo. Ni a Maruja Mallo. Que no sólo fue relevante en las artes plásticas de la época. Además, colaboró como coautora, musa inspiradora o… ¿influencer, se diría hoy?, en las creaciones de varios artistas del movimiento nacido en Francia y de la Generación del 27 en España.
Una vez más el teatro, en su modestia, le pone voz y cuerpo a lo silenciado rescatando, en este caso, a una mujer artista olvidada por el canon. Un acto de justicia poética producido por otras dos mujeres: la autora y actriz Cecilia Hopkins y la rigurosa e inspirada directora Ana Alvarado. Está ocurriendo en Buenos Aires, donde el régimen autoritario que gobierna el país arrasa con el Instituto Nacional de Teatro y con derechos humanos esenciales como el acceso a alimentos, salud, educación o cultura. Mientras tanto, tercamente, el teatro independiente insiste. Y el pequeño escenario del Centro Cultural de la Cooperación ofrece Marúnica.
DESCUBRIR UN PERSONAJE
La pieza escrita por Hopkins rescata de la desmemoria cultural a una artista que, a la par de otros iconoclastas que sí accedieron al canon, se atrevió a cuestionar convenciones estéticas y sociales. A veces escandalizando las buenas conciencias y hasta desafiando la sanción o la persecución políticas. Atrevimientos que le exigieron, por ser mujer, cuotas extra de coraje en su momento y el olvido de su nombre en la historia patriarcal de la cultura. La biografía de la Maruja histórica llega al escenario en una síntesis bastante completa y veraz, pero no discursiva. La dramaturga e intérprete lo resuelve a pura teatralidad, intercalando el relato evocativo en tiempo presente con dramatizaciones en flashback. El personaje cambia su vestuario frente al público, o su gestualidad o su registro de habla, mientras refiere anécdotas como su vuelta en bicicleta por la nave de una iglesia en plena misa, o la osadía de pasearse por la madrileña Puerta del Sol ¡sin sombrero!, o el desparpajo con que se dejó fotografiar sólo vestida con algas, en la playa de Isla Negra, durante su visita a Neruda en Chile.
DESCUBRIR UNA ACTRIZ
La puesta en escena de Alvarado contribuye a visibilizar las dotes de una actriz superlativa pero semioculta. Porque al cono de sombra de su discretísimo perfil mediático, Cecilia suma su alto compromiso en cada una de las múltiples disciplinas que encara. Escribe sus monólogos, los actúa, los canta y los baila con el mismo rigor y la misma pasión que dedica a su oficio de periodista en el diario Página 12, a la docencia en la Universidad Nacional de las Artes (UNA) y en la Escuela Metropolitana de Arte Dramático (EMAD), a la investigación en el campo de la antropología teatral y a la escritura y publicación de varios y enjundiosos ensayos. Tal vez ése sea el bosque que disimula el árbol. Algunos –pocos, para sus muchas dotes— ya sabíamos que Cecilia es una actriz completa en la variedad de sus recursos, finísima en la pertinencia y la proporción a la hora de usarlos, capaz de adentrarse en la humanidad del personaje y hacerlo respirar a la vista del público. Y capaz, también, de trascender el mero realismo y, por ejemplo, concentrar la densidad simbólica de un significado en el modo de mirar, de levantar una pierna, de tensar o relajar los dedos de la mano o de envejecer a su personaje con sólo dejar caer el músculo de su mejilla. Ya nos había deslumbrado con sus anteriores creaciones: Gemma Sunz, La cabeza de Acevedo , La memoria de Federico o La celebración de Manuela Sáenz, entre otras. Pero siempre, en el circuito del teatro independiente o hasta en la penumbra de una casa de familia. Y siempre también, con realizaciones austeras trabajadas con el detalle exquisito de un bordado a mano. Un colega en este oficio de pensar el teatro, el crítico Pablo Zunino (también psicoanalista, dramaturgo y actor), sostiene que la Hopkins es algo así como la reencarnación de Inda Ledesma (1926-2010), otra portentosa mujer de la escena argentina. A mí me deslumbra lo que a Cecilia la hace única y singular entre las mejores. Y en eso de jugar con referentes previos, me gusta pensar lo bien que le cuadra el apellido artístico, que remite a otro grande pero de la escena británica. Tengan o no parentescos sanguíneos, lo que una y otro comparten les corre por las venas. Y hablando de parentescos, también encuentro que nuestra Cecilia Hopkins conecta con Maruja Mallo a través de la inmerecida opacidad de sus respectivos aportes a las artes y la cultura. Una deuda que la obra Marúnica intenta saldar con la artista plástica que, durante la Guerra Civil Española, se exilió en la Argentina, donde vivió durante 25 años.
GOZAR UN ESPECTÁCULO
La dramaturgia de la pieza tiene la estructura del reportaje frente a un medio audiovisual, género que Hopkins domina por su oficio de periodista. La pintora entrevistada se va revelando no sólo por sus respuestas sino también por el modo de presentarse, vestida y maquillada con extravagancia; por el modo de narrar, el modo de recordar y hasta el de eludir los temas que le incomodan. Así nos vamos enterando de su romance con Rafael Alberti, el poeta que habla por boca de Maruja con el acento andaluz que la actriz remeda con encanto. También adivinamos otros amoríos y sospechamos la no tan velada insidia que acaso anidara en el vínculo de la pintora con otros referentes de la bohemia artística e intelectual de su tiempo. Su decisión de emanciparse de toda sujeción a convenciones y ataduras sociales, estéticas, políticas o de género va apareciendo con naturalidad, sin necesidad de enunciados farragosos o pedantería didáctica. En un registro ligeramente desplazado respecto del realismo, la estética de Marúnica no llega al expresionismo, mucho menos a un absurdo radical. Pero tampoco se somete a una lógica racional. De hecho Maruja interactúa con un títere de trapo, réplica de sí misma. El recurso refiere a la dualidad persona-personaje con la que convivió la Mallo. A la vez, es reconocible el refinamiento de la dirección en el uso de la muñeca, ya que Ana Alvarado acumula una fértil trayectoria en el teatro de títeres y objetos. La Maruja de trapo deviene una suerte de intermediaria entre lo estrafalario y la ternura. Hay una visible armonía entre el texto y el estilo de actuación. Virtud que deriva de que dramaturga y actriz coinciden en la misma persona. Es evidente también que el virtuosismo de Hopkins fue cuidadosamente administrado y puesto al servicio del espectáculo por la dirección de Alvarado. Resultado que mucho depende de la sintonía y confianza entre autora/actriz y directora. No sólo en lo referido a la actuación sino también a las elecciones en materia de vestuario, maquillaje, iluminación, sonido, escenografía, dinámica escénica o tecnología audiovisual. Y acá esos rubros se integran armónicamente, no destacan por exceso ni por carencia; sólo hacen parte de una totalidad imprescindible. La proyección de cuadros de Maruja Mallo y la animación de las imágenes pictóricas, cambiando de lugar, deformándose o diluyéndose, que realizó Romina Larroca, no son mera ilustración efectista sino sujetos dotados de teatralidad que dialogan con el personaje. Lo mismo hay que decir de la música y sonorización de Nicolás Cardoso, todos lenguajes que interactúan ironizando, revelando lo inconsciente, o poniéndole voz, forma o color a lo innombrado. En tiempos hostiles son tan necesarias como escasas las experiencias felices. Siento un deber avisar que en Marúnica hay una disponible.
FICHA TÉCNICA
Obra: MARÚNICA – REPORTAJE A UNA PINTORA ESPAÑOLA
Autora e intérprete: Cecilia Hopkins
Vestuario: Roxana Ciordia
Diseño y realización de imágenes: Romina Larroca
Diseño Lumínico: Horacio Novelle
Diseño y realización de títere: Alejandra Farley
Diseño y realización de utilería para títere: Román Lamas
Edición de sonido: Nicolás Cardoso
Fotografía: Alicia Busso
Producción Ejecutiva: Cristina Sisca
Asistencia de Dirección: Romina Larroca
Dirección: Ana Alvarado
Teatro: Centro Cultural de la Cooperación
Temporada 2025
(Reseña publicada en revista CONJUNTO, Casa de las Américas, La Habana, Cuba)

miércoles, 3 de septiembre de 2025

CRÓNICA DE HOPEAN MAA, DE JULIO FERNÁNDEZ BARAIBAR

Gobernantes corruptos, crueles o autócratas hay, hubo y habrá, en todo el mundo, para que historiadores y cronistas hagan dulce. Pero me parece que la ultraderecha fascista está consumando entre nosotros un experimento único y singularísimo. Que es, a la vez, criminal y ridículo. Es tragedia y bastarda caricatura a un tiempo. Provoca terror, náusea y carcajada. Entonces, ¿cómo contarlo? El relato periodístico, el ensayo, el panfleto, la literatura y hasta el tecnodiscurso de la IA redundan y resbalan entre lugares comunes, naturalizando la deformidad sin dar cuenta de ella. Como si las palabras fueran incapaces de atrapar a las cosas. Pero a veces aparece un chapulín colorado. En este caso, para poner a salvo al lenguaje, un patrimonio civilizatorio de la especie que está siendo arrasado por la misma barbarie depredadora, ahora llamada libertaria (confirmando la traición lingüística). Se trata de la Crónica de Hopean Maa, un relato por entregas que viene publicando en sus redes sociales Julio Fernández Baraibar. Desechando los discursos académicos -que domina-, el abogado, historiador, ensayista, periodista y poeta eligió un género plebeyo si los hay: la crónica juglaresca. Aquellos primitivos vates medievales, como sus herederos actuales de las murgas o de los cantos de tribuna, en su rudimentario y malicioso decir, siempre supieron atrapar las palabras como al descuido y zampárselas a las cosas que les corresponden, para regocijo de auditorios y lectores. El humor fue siempre la herramienta popular para criticar el poder de las élites. El mecanismo consiste en ampliar el foco sobre el personaje o el hecho a repudiar y convertirlo en hipérbole. Lo deforma y, al tiempo que enuncia y difunde sus maldades, regala la catarsis de la risa. Pero el experimento político que la ultraderecha está perpetrando en la Argentina es naturalmente deforme, grosero y burdo en su perversión, y contiene en sí mismo la desmesura que utilizaría el humor político para ridiculizarlo. Ergo, la ficción humorística también ha sido colonizada y neutralizada por lo real. Cualquier recurso metafórico luce gastado, vacío en su significación, insuficiente para contar la obscenidad del poder político y su ensañamiento con los sectores vulnerados de la sociedad, como los discapacitados, los jubilados, la niñez o los enfermos. Ni la estética del absurdo, ni la del grotesco criollo, ni el humor más refinado ni el más soez parecen capaces de contener el desborde de todos los límites concebibles por parte de un Gobierno contra Natura surgido de elecciones formalmente democráticas. Por eso tal vez resulta tan eficaz y refrescante ese regreso a las formas de los antiguos trovadores que, en candorosos cuentos infantiles, incluían hambrunas, decapitaciones y otros terrores habituales sufridos por la plebe. La tensión entre aquella estética gótica sobreinscripta en un relato actual y reconocible en su perversión produce una suerte de fisión radiactiva de los significados. En este punto, me vienen a la memoria dos textos, entre muchos seguramente, que han elegido parecida alternativa para comunicar lo inefable. Uno es del irlandés Jonathan Swift (1667-1745). Sí, el de Los viajes de Gulliver, pero en el relato satírico Una modesta proposición donde, ante la angurria de los ricos de su tiempo, el autor les sugiere comerse la sabrosa carne asada de los hijos de los pobres. Otro referente más cercano es nuestro Eduardo Tato Pavlovsky (1933-2015). En varias de sus obras teatrales y en otros textos desafió a reír a carcajadas del sufrimiento de los otros para blanquear la crueldad, indiferencia e hipocresía de las buenas conciencias. Como lo hizo en esta nota que escribió en 2004, de pavorosa vigencia: https://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-44358-2004-12-03.html?mobile=1 Volviendo a nuestra Crónica de Hopean Maa, y sin pretender una reseña exhaustiva de la aun inacabada composición -de la cual aparecieron las tres primeras entregas-, me limitaré a destacar uno de los, a mi juicio, más originales y conceptualmente valiosos hallazgos del texto: los nombres propios. Personajes y hasta lugares geográficos recuperan la carga semántica de la palabra o frase que originalmente se eligió para nombrarlos. Alterando ligeramente el orden de las sílabas o la grafía, o invirtiendo la dirección normal de lectura por la de derecha a izquierda (Yelim por Milei, Arinak por Karina), rescatando la etimología (coprolálico por maledicente), reemplazando el término actual por un sinónimo arcaico (Cofre de los Baldados por Caja de la ANDIS ), o combinando referentes simbólicos (Yago Hispánico por Diego Spagnuolo), la saga redescubre significados ocultos o desgastados por sobreuso en nombres de personajes del poder político o económico y de algunas otras realidades de la Argentina actual. Y en la misma operación, logra a veces un efecto sonoro que refuerza la intención latente en la fonética del ingenioso, pertinente neologismo. Tal el ruido crepitante y hostil que chirria al nombrar a la bruja Arinek. Junto a los reconocibles y ramplones avatares de la historia, el peculiar nomenclador es un recurso tan potente que organiza una nueva gramática para referir al manicomial (y aun inconcluso, ¡ay!) reinado del gnomo Yelim y la bruja Arinek. Es una crónica que no se queda en el mero anacronismo de escribir a la manera de los rapsodas del medievo. Inventa un lenguaje disidente, en rebeldía con la convención vacía y la solemnidad trivial de los discursos institucionales. La Crónica de Hopean Maa expone al rey desnudo lo mismo que a toda su corte y su tiempo. Un tiempo que todavía no hemos acertado a detener. Y cuyo culo al aire también nos averguenza.

sábado, 5 de abril de 2025

VIAJE AL FIN DE LAS SOMBRAS

El último sábado a las siete de la tarde salimos de casa, en caravana de tres autos. Fuimos a ver “Viaje al fin de las sombras”, en el Teatro de Villa Ruiz, un pueblo de 700 habitantes, vecino a Luján, en el municipio de San Andrés de Giles. El teatro es así, sucede donde tiene que suceder. Permítanme una digresión, les aseguro que tiene que ver: en los años 80, la intelectual y activista Susan Sontag montó una versión de “Esperando a Godot” en la Kosovo devastada por la guerra, con artistas locales y entre los escombros. Ahora mismo, en la ciudad palestina de Yenín, en la Cisjordania ocupada y bombardeada por Israel, los jóvenes actores y actrices del grupo Teatro de la Libertad resisten ensayando su próximo e incierto estreno. Es que el teatro ocurre adentro pero también por fuera de los centros de entretenimiento masivo. Con o sin subsidios oficiales. Estimulado o ninguneado por políticas institucionales. En megametrópolis o en poblados sin señal de wifi. Y precisamente cuando faltan las condiciones propicias es cuando más claramente se revela que el teatro es, por naturaleza, independiente. Lo es, incluso, en contra o a pesar de las condiciones que supuestamente lo favorecerían. Por eso, para ver ese otro teatro, con mis hijos y mis nietos adolescentes, encaramos los 93 km que hay entre nuestros domicilios en CABA y el espectáculo escrito y dirigido por Guillermo De Blas e interpretado por Dolores Riera, Manuel Aimé y Lucas Caballero. El comentario y reportaje al director publicado en Página 12 por Cecilia Hopkins me motivaron, y una corazonada me decía que tenía que ver eso. Salimos al atardecer y se nos hizo de noche justo cuando dejamos la Autopista AU7 para tomar la ruta provincial en los últimos 23 km. La noche estaba oscurisima, sin luna. Pero no hizo falta que el GPS anunciara la llegada a destino: dos chiquilines de unos nueve o diez años agitaban los brazos haciendo señas de ¡es aquí! y nos dieron la bienvenida llamándome por mi nombre y gesticulando luego las precisas indicaciones para que estacionáramos. El título de “Viaje al fin de las sombras” quedaba ya justificado. Pero habría más. Después de una antesala bajo cielo estrellado -que en la ciudad no se consigue-, apurando un vaso de cola o de fernet, mientras los perros de la casa se acercan, amigables, a ver si ligan algún maní o el final de una empanada, llega la hora. Entramos de a uno, de la mano de quien nos ubica en nuestra butaca. La oscuridad es tan absoluta que se puede “ver” la música que compuso Santiago Mastronardi para este “Viaje… “ y que lleva por subtítulo “Tragedia criolla para actores de circo”. Aunque la obra va a contar lo que ocurre después de la tragedia. Como sea, desde los primeros minutos se advierte el cruce de géneros: circo, teatro, danza, clown, tragedia y poesía son lenguajes que se alternan o superponen en el discurso escénico. Tras la oscuridad inicial, un haz de luz atraviesa a duras penas el polvo o la tiniebla y nos descubre a Margarita, Haroldo y Rulfo, los personajes. Por los disfraces harapientos y los restos de maquillaje en sus caras, parecen sobrevivientes de una troupe circense de una comunidad o un mundo casi extinguido. Deambulan a través del caos dejado por alguna catástrofe previa, arrastrando su carpa precaria y sus rutinas de fantasía alteradas por la realidad. La tiniebla en la que transcurre el espectáculo es un significante potente, que la puesta administra con rigor, casi con virtuosismo. Es un recurso que no sólo genera climas dramáticos sino que alude, a nuestro entender, a las falsificaciones de la vida real, que necesitan de la opacidad para urdir sus estafas. Otro tanto ocurre con la música, que subraya, comenta o ridiculiza las acciones o los decires de esos payasos del inframundo. Lo mismo pasa con la sonorización, que recrea vientos, lluvia, truenos y tempestades con recursos artesanales, a la vista del público. Desnudando la tramoya escénica se alude tal vez a otras trampas, por ejemplo, la que oculta al actor detrás del personaje o debajo de la máscara, o la que al criminal lo traviste en víctima o en juez. Estremece reconocer, en esos cambios de identidades, las transacciones oscuras entre mentira y verdad que dominan los titulares de los medios de todo el mundo. Cada espectador acaso asocie alguna de las criaturas encarnadas o evocadas por esos comediantes con alguien cuyo nombre y apellido repite u omite, según convenga, la prensa, las redes o el manipulado sentido común. El texto es de una exuberancia conceptual acaso excesiva, lo que debilita en parte la teatralidad. Las imágenes y situaciones que generan esos tres funámbulos terminales son de fuerte sugerencia, pero no siempre alcanzan para justificar las verdades profundas o las reflexiones trascendentes que pronuncian. Son enunciados inquietantes sobre la identidad y la palabra, sobre la vida y la muerte, sobre el odio, amor y la revolución, que no dejan indiferente al público, pero que no necesariamente surgen de la acción dramática previa. Algunos espectadores reconocerán citas, a veces tácitas y en algunos casos más literales, de autores o de saberes canónicos. Empezando por el título, casi una transparencia del “Viaje al fin de la noche”, la novela del notable y polémico Louis-Ferdinand Cèline, inspirada en la devastación posterior a la Segunda Guerra Mundial. Hay también un momento shakespeareano sobre la identidad, evocado por el monólogo de Hamlet frente a la calavera. En la reflexión sobre la palabra o el logos como fundante de la cosa resuenan desde pasajes de la Biblia hasta Borges. En algunas escenas se perciben ecos de Kafka, Nietzsche o Platón, de Beckett, de Pirandello o de Rodolfo Walsh. Pero el caos civilizatorio que denuncia la obra apela a tal abundancia de sentidos que parece dificultar la síntesis en una idea-fuerza que organice y conduzca el desarrollo dramático. No obstante, hasta las probables fragilidades del espectáculo y, sobre todo, la elaborada estética de la puesta y la ductilidad corporal y gestual de los intérpretes armonizan en una totalidad de la que no se debe excluir aspectos extraescénicos (¿o no tanto?) como los detalles de la locación o el entorno mencionados al comienzo de estas líneas. Tras los aplausos entusiastas y algún ¡bravo! en una sala de unos 40 asientos ocupados, los espectadores fuimos saliendo, la mayoría en silencio, como concentrados todavía en lo que acabábamos de presenciar. En la galería, con guirnaldas de lamparitas de colores, una pequeña barra ofrecía empanadas, pizza y algunas bebidas. Más allá, en el pasto, las sillas y sillones ahora rodeaban un fogón encendido que invitaban a prolongar la velada. Merodeando, los mismos perros tamaño L, se acercaban, mansos y discretamente ávidos de atajar algún bocado al vuelo. El autor y director de la obra, el productor, Silvio Falasconi, y los tres actores, también salían y, mezclándose con el público, se prestaban sin forzamiento al intercambio de impresiones, preguntas y comentarios con el público. Sin flashes ni paparazzis, salvo las múltiples selfies con fondo de noche cerrada sobre la pampa. Pero no todo terminó ahí. A la mañana siguiente, domingo y sin apuro, mi grupo de WhatsApp familiar estalló antes del mediodía con mensajes y réplicas: -Che, digan algo sobre lo que vimos anoche-, provocó uno … -A mí me gustó, pero mucho no entendí- se animó otra. -Yo tampoco entendí todo, pero me resultó muy movilizante, en algunos escenas parecía describir la realidad actual, además me recordó a La Zaranda, por esos personajes como muertos vivos…, asoció una tercera. Y el comentario menos pensado llegó de uno de los adolescentes (16 años) : -La obra tiene un enfoque oscuro que no tiene el teatro tradicional. La música y los títeres me parecieron muy buenos, aunque yo no la entendi mucho porque no habla de una historia en sí. Lo que creo que quiere representar es una reflexión sobre la identidad y la libertad. “Viaje al fin de las sombras”, y el Teatro Villa Ruiz, los casi cien kilómetros que lo separan del hegemón cultural y comercial que es CABA, y los espectadores que se trasladan distancias infrecuentes para ver una obra hacen un combo estimulante y a la vez perturbador. Un fenómeno sociopoético (perdón, necesito el neologismo) que reclama ser abarcado por algo más que la reseña convencional de un espectáculo. Un fenómeno del que no puede dar cuenta sólo el análisis supuestamente calificado de una obra teatral sin incluir el impacto que tal hecho escénico produce en el conjunto de diversidades llamado público. Del cual un subconjunto bien podría ser este micromundo o tribu familiar que me acompañó, ahora que ya no puedo ir sola. Lo que, en mi caso, confirma otra vez que las insuficiencias también enriquecen el todo. Por eso en este “Viaje al fin de las sombras” algunos de nosotros hemos logrado espiar o entrever o sospechar algo del misterio que, insidioso pero constante, nos acompaña en el recorrido. FICHA TÉCNICA VIAJE AL FIN DE LAS SOMBRAS Elenco: Manuel Aime, Lucas Caballero, Dolores Riera. Música original: Santiago Mastronardi. Asistencia de escena: Camila Pozzi. Dramaturgia y dirección: Guillermo De Blas- Teatro Villa Ruiz, sábados a las 21.

lunes, 30 de diciembre de 2024

UNA GENERACIÓN

En su poema Una generación, Julio Fernández Baraibar confirma la versatilidad de su talento literario. A su dominio del ensayo histórico o político, a su estilo periodístico, tan riguroso como polémico, o a su solvencia como guionista cinematográfico, suma una obra poética que abarca tanto formatos tradicionales (sonetos, décimas, odas o epigramas) como osados experimentos estéticos. Tras esta sintética presentación -que podrá ampliarse con cualquier consulta a la IA o a un buscador de la web- aviso que tutearé al autor en esta suerte de reseña de su poema, en atención a los años de juvenil militancia compartida, pasando por alto el riesgo de que se dude de la supuesta objetividad de mis opiniones. Y declaro que Julio ha vuelto a conmoverme con este poema, que definiría como un documental lírico-filiatorio de quienes, al filo de la octava década y cabalgando entre dos siglos, nos reconocemos en la común y polisémica identidad de “compañeros”. A tal punto que empecé a escribirle un correo como devolución amistosa a su inspirada creación y terminé extendiéndome en reflexiones que quiero compartir, junto con el enlace a su blog http://jfernandezbaraibar.blogspot.com/ que recomiendo visitar, y no sólo para que lean la pieza que motiva estas líneas. Así le decía en mi correo, donde no hago -lo admito- ninguna concesión a la síntesis ni a las demandas del lector modelo siglo XXI en materia de brevedad textual: Hola, Julio, finalmente pude leer, varias veces por cierto, tu poema Una generación. Por qué varias veces, te preguntarás, ya que no se trata de poesía metafísica ni abstracta, está escrita en un estilo directo y habla de acontecimientos reconocibles. Por una parte, en términos personales, porque me da placer recorrer dos o tres veces la buena escritura: más allá de lo meramente informativo, un párrafo o unos versos logrados me producen cierto solaz de orden más sensual que racional. Tu poesía sería un caso. Pero además, y como te será fácil adivinar, porque el tema me sensibiliza, me compromete. En realidad, considero que lo genuinamente poético siempre es inclusivo con quien lee. Es un género que abarca al lector. Aunque no se entienda del todo, aunque se trate de poesía del absurdo o muy subjetiva, quien la lee, antes o después, se siente descubierto. En algún verso, en alguna palabra, se ve de repente el reflejo de uno mismo. Y cuando uno se reconoce (“yo podría haber sido ese personaje”, o “yo jamás haría eso”, o “yo conozco alguien así”, o “yo siento que es así pero no soy capaz de expresarlo”), cuando el poema sintetiza algo que nos pertenece, uno no sale indemne de esa lectura. Se trate de Borges o de Tuñón, de Keats, del Dante o de Vallejo, de Manzi o de Pizarnik, la poesía habla de uno. No de todos, sino de cada uno. Pero si esto es así en general, en Una generación ese efecto-espejo se condensa y particulariza en quienes, en la Argentina, vivimos ese segmento del tiempo histórico sintetizado en el título. Y se expande a lo largo de los 345 versos que delimitan las existencias de los que nacimos cuando el siglo XX se arrimaba a su primera mitad y hoy, al filo del primer cuarto del XXI, nos sabemos biológicamente en retirada, con una revolución inconclusa y sin haber conseguido emanciparnos del sometimiento colonial. También la primera del plural, que usás en casi todo el poema, nos incluye de manera inescapable desde la sintaxis. Y el pormenorizado testimonio que implica cada episodio del devenir narrado por el poema nos llama por nuestro nombre, por nuestro alias de la clandestinidad, o por el épico apelativo que soñamos merecer antes del naufragio y que hoy se vació de sentido. A ese llamado responde por mí la perturbación que me embarga al confirmar que no estuvimos a la altura de nuestros sueños. Un desasosiego que se potencia al no saber si, quienes vienen detrás, querrán seguir soñándolos. Pero más allá del impacto personal que me generó, creo, Julio, que puedo reseñar más o menos objetivamente esta obra, según me pediste. Es una elegía que canta y cuenta los hasta ahora fallidos intentos de una generación por transformar las estructuras injustas de la sociedad. Y lo enuncia rompiendo, simbólica y literalmente, la estructura tradicional en hexámetros y pentámetros de esa forma poética. Porque no hay aquí forma y contenido diferenciables sino una intimidad indisoluble entre lo que se dice y cómo es dicho. Has respetado la austeridad que piden los significados, prescindiendo de los recursos que podrían maquillar formalmente la composición. Elegiste un lenguaje llano, sin eufemismos ni excesiva adjetivación, evitando la rima o el fraseo rítmico de una métrica regulada. Si bien tu obra poética anterior muestra tu dominio de esas técnicas (lo vimos en tus sonetos, tus décimas y un poco en obras de largo aliento como Venezuela le puso don Américo o El ombú de Lula), aquí había que encontrar la manera abierta, histórica, desnuda, que fuera capaz de contar este tiempo roto, explotado, al que no corresponde la armonía de la poesía clásica La estructura del poema tiene la dinámica del movimiento, del itinerario. Vemos la infancia de nuestra generación creciendo en el país donde “los trabajadores, los empleados de comercio,/las cocineras y las sirvientas,/los peones, los albañiles/y hasta los militares/ se volvieron peronistas”. Más adelante, como en una road movie temporal, se pasa a la época en que “Vimos, oímos, supimos, nos enteramos /que aviones argentinos, con pilotos argentinos, /habían ametrallado a argentinos de a pie, /que los habían matado, destrozado, amputado”. Luego se describen cambios culturales cuya aparente trivialidad esconde en realidad profundos significados: “Nuestras chicas usaban / conjuntos de banlon y “chatitas”, / botas y minifaldas”. Se atraviesan después los tiempos más atroces del siglo: “Defendimos lo que quedaba /de voluntad popular / hasta que, una horrible noche, / se descargó la noche, la metralla, / el falcon verde, la picana, / la desaparición y la muerte clandestina”. El racconto termina en un presente complejo, doloroso, que nos encuentra “viviendo el infierno / de una historia cíclica / en hélices descendentes. /Nos queda, eso sí, /la esperanza en el futuro, / en que los mandatos históricos / son, por fin, cumplidos”. Son escenas que se encadenan en secuencias cinemáticas y, de ese modo, testimonian que por aquí pasamos. Acaso alguna de nuestras huellas inscritas en el poema, que vuelvo a releer, sirva a quienes dibujen el mapa de lo que falta recorrer. Una generación es también homenaje a los luchadores del siglo que no traicionaron ni claudicaron, como el compañero Héctor Recalde. Y es, a la vez, memoria y legado para que nuestros nietos, o los nietos de nuestros nietos, conquisten por fin esa felicidad que, aunque pequeña, alcance para todos. Esa felicidad posible que, ahora que convivimos con el mal absoluto de la ultraderecha fascista, sabemos que sólo se logrará mediante la revolución en su acepción físico-mecánica: una vuelta de 180 grados sobre su eje. Pero ése será otro poema. Y lo escribirá un poeta de otra generación. Es lo que vaticina, discreta pero alegremente, la “retirada” murguera con que concluye tu canto. Aunque más que vaticinio es certeza: “El siguiente Carnaval/ nos tendrá como estandarte”, promete la comparsa. Es que la porfiada resistencia nacional y popular de la Argentina hizo suyo el signo de los dedos en V. Y cuando la Victoria es esquiva, la consigna, siempre, es Volver.

martes, 27 de agosto de 2024

CAE LA NOCHE TROPICAL

Tremendo desafío actoral el que, por sexta temporada, siguen afrontando Ingrid Pelicori y Leonor Manso como dos hermanas octogenarias, en Cae la noche tropical, la obra que va los viernes y sábados a las 19, gratis, en el Centro Cultural Borges. Los movimientos, los gestos y la voz de dos ancianas de ficción se instalan como dueñas naturales en los cuerpos de cada una de estas enormes actrices. Es que Manso y Pelicori, con refinado dominio del oficio, se la hacen fácil a Nidia y Luci, dos argentinas que la tuvieron difícil en los años de la última dictadura. La novela de Manuel Puig (1932-1990) que Santiago Loza y Pablo Messiez adaptaron para la escena con dirección del segundo, y que recorrió varias temporadas exitosas en el Teatro San Martín y salas comerciales, recrea el ritual de mate y charla que comparten dos mujeres en el departamento de su exilio en Río de Janeiro, promediando los años 80 del pasado siglo. Charlas en registro popular-familiar, enriquecidas con el trueque de confidencias, mensajes grabados en casetes, oferta-demanda de cuidado y cariño, cartas que van y vienen y chismes en clave de melodrama. Sobre todo, chismes relativos a la vida sentimental de la joven Silvia (convincente interpretación de la talentosa Carolina Tejeda), una psicóloga también exiliada que, paradójicamente, alivia su angustia confiándole sus cuitas a su vecina Luci. Íntegramente dialogado, el texto original desarrolla la trama y ambienta el contexto a través del habla familiar. Ya la novela prescinde del narrador omnisciente, un rasgo de estilo en Puig, que libera así a los personajes de la tutela intelectual del escritor. A la vez, les facilita el camino al escenario. Son conversaciones que reemplazan la acción; o sólo la inducen en el imaginario de quien escucha, a la manera de los relatos de Sherezade en Las mil y una noches. Si bien la acción se considera esencial en el teatro, el autor ya había transgredido ese principio en obras que adaptó o escribió directamente para la escena, como El beso de la mujer araña o El misterio del ramo de rosas, donde los personajes están en una situación de encierro (en una prisión, en la primera obra; en una sala de hospital, en la segunda). Reducir al máximo el espacio de las acciones físicas es un desafío de teatralidad, que se sortea con la micropotencia expresiva del rictus, el fraseo, los silencios, los actos mínimos. Exigencia mayúscula a la que estas actrices responden con sensibles hallazgos interpretativos. Las protagonistas de Cae la noche tropical tienen su movilidad reducida por la edad, una carencia que tensa los extremos de ridiculez y dramatismo. Entre los que transita, hay que decirlo, la mismísima existencia humana en todos sus estadíos. No es inocente en Puig -que nunca es inocente- hacer foco en criaturas pertenecientes a minorías excluidas. Aquí no es la disidencia sexual, como en El beso…, tampoco la condición social, como en El misterio…; es la edad avanzada de las protagonistas lo que hace de su sedentarismo un ingrediente dramático. Y es en los cuerpos dúctiles de las actrices donde las hermanas Nidia y Luci encuentran su propio y torpe andar para llegar hasta las dos sillas que las esperan en el jardín. Sentadas frente al público, sin el glamour hegemónico de las heroínas tradicionales, sobrellevando artrosis, hipoacusias y pérdidas varias, con las acciones pasivas propias de su edad, las dos mujeres hablan de sus achaques, exhiben sus prejuicios o añoran ardores juveniles con la memoria ya marchita. Y el parpadeo, el temblor de las manos o la voz disfónica significan tanto (¿o más?) como el dinamismo coreográfico de la mejor comedia de puertas. Pero es la conversación y puntualmente el chisme, lo que hace que esta historia publicada en 1988 (apenas dos años antes de la muerte del autor) llegue recargada al teatro del siglo XXI. Los chismes de vecindario que Puig conoció de primera mano en su General Villegas natal y que en Cae la noche tropical llenan los vacíos de dos viejitas de ficción, fueron el dispositivo de comunicación de las comunidades desde que la especie humana construyó el lenguaje. Con sus verdades, sus mentiras y las infinitas combinaciones de unas y otras, el chisme fue el modo natural y popular de producir, negociar e intercambiar significados, así como de generar y comunicar cultura, visiones del mundo. Que después, el saber-poder de las elites institucionalizó. O no. Eso hasta la aparición del tecno-chisme o la viralización planetaria e inmediata de la mentira por redes sociales. Se ha decidido llamar a este fenómeno Posverdad. A mi modesto entender es sencillamente Mentira. Hasta no hace mucho, la verdad era una categoría que interactuaba con el error, la equivocación y también con la trampa y la mentira. Hoy la verdad no interesa. Por eso cuando queda claro que lo que prometió en campaña y lo que dice en sus discursos el Gobierno está lleno de mentiras y datos falsos, las mayorías que lo votaron no se consideran engañadas. La verdad no importa, en consecuencia, tampoco importa la palabra que la nombra, que la busca. Por eso el lenguaje se degrada hacia el insulto, hacia la procacidad. En cambio, ver en escena a tres actrices que saben recrear con verdad a tres mujeres de la época en que los chismes eran capaces de reparar un sueño roto o, aunque sea, un dolor de rodilla, es una buena opción para estos tiempos. La recomiendo, les va a hacer bien. FICHA TÉCNICA Actúan: Leonor Manso, Ingrid Pelicori, Carolina Tejeda Vestuario: Renata Schussheim Escenografía: Mariana Tirantte Iluminación: Rodolfo Eversdijk Música original: Carmen Baliero Entrenamiento corporal: Lucas Condró Asistencia de producción: Claudia Quinteros Dirección: Pablo Messiez Dirección de reposición: Leonor Manso Sala: Astor Piazzolla, Centro Cultural Borges, viernes y sábado a las 19, gratis

sábado, 27 de julio de 2024

VESTIDO DE MUJER

Otra vez la ficción me reconcilia con lo real. Me recuerda que la parte de lo real vociferada por los medios hegemónicos no es la única realidad. Tarde fría de domingo, hace dos semanas. Con mi amiga Cecilia -periodista, investigadora y creadora teatral- fuimos a ver Vestido de mujer, un espectáculo poético-musical con dramaturgia y dirección de Emiliano Samar, basado en poemas de Francisco Pesqueira, con siete actrices y un pianista en escena. Fue en Patio de Actores, segunda temporada, a sala llena. Esto último, un fenómeno llamativo que vengo observando. Mucho público para mucha actividad teatral no deja de ser una singularidad en este contexto de crisis económica. Aun en una ciudad teatrera como Buenos Aies. Se diría que, al menos sectores medios que recortan algunos consumos para defender otros (por ahora), eligen restringirse, por caso, en las milanesas de peceto, a cambio de una salida al teatro. En lo personal, no es que las artes escénicas me rescaten del espanto ante el avance libertario sobre el cine nacional, sobre el Instituto Nacional de Teatro, sobre el Conicet, sobre la salud y la educación públicas, sobre la comida de los que tienen hambre, o sobre el lenguaje, infestándolo de insulto, de odio y de irracionalidad. No, es al revés. El escenario, más allá del tema o de la época en que se ubique la acción dramática, siempre se referencia, por semejanza o contraste, en el presente del espectador. A diferencia del amarillismo mediático, el teatro no ancla en el goce perverso de la noticia escandalosa. Al contrario: el rito escénico es un intento por entender. Como cualquier exploración en el misterio de lo humano por parte de la ciencia o del arte, en cualquiera de sus disciplinas. Escribo esto sin pretender reseñar un espectáculo, como trataba de hacerlo desde el oficio periodístico, cuando lo ejercía. Apenas intento entender algo, yo también, como la mayoría -intuyo- de quienes coinciden conmigo en una platea o como quienes –también supongo— siguen subiéndose a un escenario para actuar, o hacer música, o insisten en filmar, o componer, o pintar, o edificar, o plantar malvones en el balcón. Pero en este caso, puntualmente, necesito compartir esta deriva a la que me induce la comunidad de quienes hacen teatro en los circuitos del “todo a pulmón”, sin más compensación que la pequeña felicidad del hacer, para otros y otras, a ver si por fin, juntas y juntos, empezamos a entender cómo se regresa de esta infrahumanidad. Aclarado lo que estas líneas NO son, vuelvo a Vestido de mujer. Ya desde el título, el espectáculo apunta a desmontar sentidos latentes en los vocablos “vestido” y “mujer”. La cultura, al menos en Occidente y a partir de finales de la Edad Media y comienzos del Capitalismo, se ha servido de la indumentaria como un dispositivo para demarcar fronteras binarias en los cuerpos, y para definir la identidad de género y la pertenencia de clase. Colores, brillos, transparencias, bordados y recursos ornamentales diversos, según épocas y modas, estuvieron ligados al erotismo heterosexual como negocio y a la construcción de la mujer-objeto según el orden patriarcal. En clara refutación de ese paradigma, el vestuario diseñado por Sandra Ligabue para las siete intérpretes es negro, un no-color, aunque con modelos bien diferentes: faldas largas, cortas o pantalones. Con ese atuendo, a la vez común a todas y diferente para cada una, las actrices van diciendo, con frescura y a veces también con humor, sus nombres propios y rasgos identitarios hasta que, sin solución de continuidad, van transitando imperceptiblemente hacia el personaje. Todas son quienes son y, a la vez, son algunas de las figuras homenajeadas por Pesqueira en sus poemas. Alfonsina Storni, Tita Merello, Marie Curie, Raffaella Carrá, Cris Miró, Camila O’Gorman, Lola Mora o Camille Claudel, entre otras, van enunciando y denunciando el entramado cultural que naturalizó por siglos su sometimiento. Y que hoy, aunque con más visibilidad, sigue demandando resistencia y lucha a mujeres, minorías y diversidades. Párrafo aparte merece la dramaturgia y dirección actoral de Samar, que enhebró la poesía de Pesqueira con textos coloquiales, a veces de intencionada ironía, o de reconocible dramatismo, siempre eludiendo la solemnidad o el trascendentalismo que a veces desluce el lirismo escénico. El elenco integrado por Ana Padilla, Claudia Pisanu, Gabriela Villalonga, Jazmín Ríos, Yamila Ulanovsky, Guadalupe D’Aniello (reemplazada en la función de ese día por Marysol Calvo) y Paula Basalo (en lugar de Analía Sirio), estuvo a la altura del desafío corporal y vocal. Cada una consiguió el rasgo particular de las distintas criaturas que le tocó animar, con el humor o el temblor requeridos, con una impecable prosodia y, a la vez, sin caer en la dicción artificiosa del recitativo ni descuidar el espesor emocional o la psicología del personaje. En los pasajes musicales -que contaron con el carácter y la delicadeza de Martín Tello en el piano- se hizo evidente la diferencia entre quienes tienen dotes y formación de cantantes profesionales y quienes no. Pero hay que decir que todas asumieron la exigencia con encanto y con un ajuste técnico inobjetable. Con el mismo rigor expresivo y con deliberada sobriedad, la escenografía de Carlos Di Pasquo consigue un diálogo flexible con los desplazmientos coreográficos de las intérpretes. Siete sillas negras con tapiz rojo son la única y suficiente utilería que, bajo las luces, sombras y penumbras administradas por Malena Miramontes Boim, generan atmósferas que completan la expresividad de los cuerpos y las voces. Pero más allá de cualquier evaluación puntual del espectáculo, lo que aplaudo en este momento tan inédito del país y del mundo es que, ante la degradación de la palabra, se intente la poesía. Ante la prepotencia de la riqueza material, se resista desde la trinchera inmaterial de la música. Y ante la desfinanciación y los intentos de aniquilamiento de la cultura, el teatro independiente, con sus porfiadas búsquedas, nos permita creer, todavía, que nos esperan luminosos hallazgos. Ficha técnica: Vestido de mujer de Samar Pesqueira Elenco: Ana Padilla, Claudia Pisanu, Gabriela Villalonga, Guadalupe D´Aniello, Jazmín Ríos, Paula Basalo, Yamila Ulanovsky Músico: Martín Tello Poemas: Francisco Pesqueira Dramaturgia: Emiliano Samar Diseño de vestuario: Sandra Ligabue Diseño escenográfico: Carlos Di Pasquo Diseño de iluminación: Malena Miramontes Boim Maquillaje: Cholu Dimola Fotos: Gianni Mestichelli Redes y comunicación: Martina Rabbetts Asistencia de dirección y asistencia técnica: Nuria Dieguez Dirección Emiliano Samar Patio de Actores, Lerma 568, domingos 17 h

martes, 9 de julio de 2024

CLASE PÓSTUMA

En tiempos de zozobra, hace bien encontrarse con la gente que uno quiere. Me hizo bien ver a gente que hacía tiempo no veía; incluso, a quien no soñaba con volver a ver. Me ocurrió en la “Clase póstuma” que dictó el maestro Juan Gené poco después de su muerte, en 2012, para sus discípulos de hoy. Asistí como lo hice tantas veces cuando él vivía y yo era periodista. La cita fue en la sala Cunill Cabanellas del San Martin. Me invitó el autor y director de la obra, Alejandro Robino. Me acompañó y empujó mi silla mi amigo Pablo Zunino, teatrero psi y prologuista de mi libro sobre Gené. Y en escena, lo mismo que en las gradas que la rodeaban, estaba lleno de amigas y amigos, algunos ya conocidos. Con otros, la mayoría, compartíamos el mismo aire por primera y acaso única vez. Pero todos, amigos y amigas. Como todas y todos, lo necesitábamos ese miércoles negro de tres grados a la sombra de un sombrío atardecer, con personas durmiendo a la intemperie, despidos masivos sin causa ni indemnización, peso megadevaluado, simulacro de juicio a magnicidas, nene desaparecido en un naranjal o prestigioso especialista en política internacional denunciado por abuso sexual reiterado. Hacía falta esa confirmación de que, como dice el poeta Dylan Thomas, “la muerte no tendrá poder”. Y no. Aunque está y goza viéndonos morir. Pero no, no tendrá poder. Porque ahí estuvo Juan, el maestro tercamente decidido a entregar su sabiduría teatral a quienes heredarán su legado. Usando el cuerpo de Claudio Gallardou como su casa tomada, Juan volvió a machacar que el actor es acción. Por etimología y definición. Para encarnar un personaje el actor tiene que hacer. Las intenciones, las emociones vienen de lo que el actor hace, y el hacer es lo que al personaje le permite ser. Eso repetía Gené. Y ahí, el actor Gallardou deja, talento actoral mediante, que sea Juan el que camina impaciente con las manos entrelazadas por atrás; el que exhibe la huella de su exilio venezolano en el uso de la segunda persona, al elegir el caribeño y académico “tú” y no el más argentino “vos”; el que utiliza el método socrático de preguntar a partir de lo que el alumno cree que sabe.
El elenco de jóvenes actrices y actores recrean con frescura, con sus mismos nombres de pila, a quienes asistieron a sus talleres de actuación: Rita (Celeste Gerez), Carlos (Enrique Dumont), Violeta (Natalia Santiago), Camilo (Manuel Vignau) y Maia (Ana Balduini). Quien conduce al maestro en esta vuelta a clase, es el actor Mario Petrosini encarnándose a sí mismo. Una suerte de Virgilio al revés. El viaje no busca bajar con Juan al reino de los muertos sino regresarlo a la vida. De la que no parece haberse ido. Porque Robino, autor de “Clase póstuma” y también discípulo de los talleres de dirección teatral de Gené, escribió y puso en escena, no una transcripción objetiva, pero sí una semblanza genuina del maestro: su actitud física, sus tics, su discurso preñado de sentido, su oralidad sintácticamente inobjetable, la densidad abrumadora de su lógica, el rigor a veces arbitrario de su autoridad, que incluía ternura, humanismo y una devoción por lo sagrado del hecho teatral. La obra tiene la dinámica de las clases evocadas, donde actores y actrices muestran una escena previamente elaborada y el maestro evalúa, corrige y sobre todo induce a reflexiones que trascienden la mera pedagogía teatral y abordan problemáticas humanas, políticas y hasta filosóficas. Pero a la vez, y transversal a la profundidad de los temas que van apareciendo, una ironía a veces tierna, a veces más crítica, juega a desarticular cualquier desborde barroco o golpe bajo emocional. El crimen político, la traición, el odio y la venganza de un pasaje shakespeariano están a salvo de la grandilocuencia por la inmediata, inevitable conexión con la actualidad. Y qué decir de la escena en la que Nora intenta explicarle a Torvaldo por qué abandona hogar, hijos y el confort cosificante de su Casa de Muñecas. Sexo y poder -induce a comparar el maestro desde el texto de Robino- son mucho más que la ecuación dramática del texto ibseniano. En otro ejercicio, una actriz propone un monólogo de autor contemporáneo, “M’greet”. Se trata de un magnífico texto, aun no estrenado, del mismo Robino, sobre Mata Hari, la bailarina, cortesana y espía, condenada y ajusticiada por traición. Otra vez, sexo y poder. Por eso nos reímos, con amarga solidaridad, de ese siglo XIX al que este XXI parece obligarnos a retroceder. Pero esta pulsión del arte por domesticar la muerte, por dibujar, en las paredes de las cuevas, las bellas criaturas de la naturaleza, antes de que el tiempo las degrade, tal vez sea un modo de la eternidad. Tal vez, el pasado miércoles, con toda esa gente amiga, le hayamos hecho un corte de manga a este tiempo helado y cruel. Porque Juan Carlos Gené estuvo ahí. Yo lo vi. FICHA TÉCNICA Elenco: Claudio Gallardou, Mario Petrosini, Celeste Gerez, Enrique Dumont, Natalia Santiago, Manuel Vignau, Ana Balduini. Diseño coreográfico:Damián Malvascio Música y diseño sonoro: Diego Rodríguez Iluminación: Soledad Ianni Vestuario: Paula Santos Escenografía: Cecilia Zuvialde Director asistente: Ezequiel Martelliti Autor y director: Alejando Robino. Sala Cunill Cabanellas Teatro San Martín