martes, 27 de agosto de 2024

CAE LA NOCHE TROPICAL

Tremendo desafío actoral el que, por sexta temporada, siguen afrontando Ingrid Pelicori y Leonor Manso como dos hermanas octogenarias, en Cae la noche tropical, la obra que va los viernes y sábados a las 19, gratis, en el Centro Cultural Borges. Los movimientos, los gestos y la voz de dos ancianas de ficción se instalan como dueñas naturales en los cuerpos de cada una de estas enormes actrices. Es que Manso y Pelicori, con refinado dominio del oficio, se la hacen fácil a Nidia y Luci, dos argentinas que la tuvieron difícil en los años de la última dictadura. La novela de Manuel Puig (1932-1990) que Santiago Loza y Pablo Messiez adaptaron para la escena con dirección del segundo, y que recorrió varias temporadas exitosas en el Teatro San Martín y salas comerciales, recrea el ritual de mate y charla que comparten dos mujeres en el departamento de su exilio en Río de Janeiro, promediando los años 80 del pasado siglo. Charlas en registro popular-familiar, enriquecidas con el trueque de confidencias, mensajes grabados en casetes, oferta-demanda de cuidado y cariño, cartas que van y vienen y chismes en clave de melodrama. Sobre todo, chismes relativos a la vida sentimental de la joven Silvia (convincente interpretación de la talentosa Carolina Tejeda), una psicóloga también exiliada que, paradójicamente, alivia su angustia confiándole sus cuitas a su vecina Luci. Íntegramente dialogado, el texto original desarrolla la trama y ambienta el contexto a través del habla familiar. Ya la novela prescinde del narrador omnisciente, un rasgo de estilo en Puig, que libera así a los personajes de la tutela intelectual del escritor. A la vez, les facilita el camino al escenario. Son conversaciones que reemplazan la acción; o sólo la inducen en el imaginario de quien escucha, a la manera de los relatos de Sherezade en Las mil y una noches. Si bien la acción se considera esencial en el teatro, el autor ya había transgredido ese principio en obras que adaptó o escribió directamente para la escena, como El beso de la mujer araña o El misterio del ramo de rosas, donde los personajes están en una situación de encierro (en una prisión, en la primera obra; en una sala de hospital, en la segunda). Reducir al máximo el espacio de las acciones físicas es un desafío de teatralidad, que se sortea con la micropotencia expresiva del rictus, el fraseo, los silencios, los actos mínimos. Exigencia mayúscula a la que estas actrices responden con sensibles hallazgos interpretativos. Las protagonistas de Cae la noche tropical tienen su movilidad reducida por la edad, una carencia que tensa los extremos de ridiculez y dramatismo. Entre los que transita, hay que decirlo, la mismísima existencia humana en todos sus estadíos. No es inocente en Puig -que nunca es inocente- hacer foco en criaturas pertenecientes a minorías excluidas. Aquí no es la disidencia sexual, como en El beso…, tampoco la condición social, como en El misterio…; es la edad avanzada de las protagonistas lo que hace de su sedentarismo un ingrediente dramático. Y es en los cuerpos dúctiles de las actrices donde las hermanas Nidia y Luci encuentran su propio y torpe andar para llegar hasta las dos sillas que las esperan en el jardín. Sentadas frente al público, sin el glamour hegemónico de las heroínas tradicionales, sobrellevando artrosis, hipoacusias y pérdidas varias, con las acciones pasivas propias de su edad, las dos mujeres hablan de sus achaques, exhiben sus prejuicios o añoran ardores juveniles con la memoria ya marchita. Y el parpadeo, el temblor de las manos o la voz disfónica significan tanto (¿o más?) como el dinamismo coreográfico de la mejor comedia de puertas. Pero es la conversación y puntualmente el chisme, lo que hace que esta historia publicada en 1988 (apenas dos años antes de la muerte del autor) llegue recargada al teatro del siglo XXI. Los chismes de vecindario que Puig conoció de primera mano en su General Villegas natal y que en Cae la noche tropical llenan los vacíos de dos viejitas de ficción, fueron el dispositivo de comunicación de las comunidades desde que la especie humana construyó el lenguaje. Con sus verdades, sus mentiras y las infinitas combinaciones de unas y otras, el chisme fue el modo natural y popular de producir, negociar e intercambiar significados, así como de generar y comunicar cultura, visiones del mundo. Que después, el saber-poder de las elites institucionalizó. O no. Eso hasta la aparición del tecno-chisme o la viralización planetaria e inmediata de la mentira por redes sociales. Se ha decidido llamar a este fenómeno Posverdad. A mi modesto entender es sencillamente Mentira. Hasta no hace mucho, la verdad era una categoría que interactuaba con el error, la equivocación y también con la trampa y la mentira. Hoy la verdad no interesa. Por eso cuando queda claro que lo que prometió en campaña y lo que dice en sus discursos el Gobierno está lleno de mentiras y datos falsos, las mayorías que lo votaron no se consideran engañadas. La verdad no importa, en consecuencia, tampoco importa la palabra que la nombra, que la busca. Por eso el lenguaje se degrada hacia el insulto, hacia la procacidad. En cambio, ver en escena a tres actrices que saben recrear con verdad a tres mujeres de la época en que los chismes eran capaces de reparar un sueño roto o, aunque sea, un dolor de rodilla, es una buena opción para estos tiempos. La recomiendo, les va a hacer bien. FICHA TÉCNICA Actúan: Leonor Manso, Ingrid Pelicori, Carolina Tejeda Vestuario: Renata Schussheim Escenografía: Mariana Tirantte Iluminación: Rodolfo Eversdijk Música original: Carmen Baliero Entrenamiento corporal: Lucas Condró Asistencia de producción: Claudia Quinteros Dirección: Pablo Messiez Dirección de reposición: Leonor Manso Sala: Astor Piazzolla, Centro Cultural Borges, viernes y sábado a las 19, gratis

sábado, 27 de julio de 2024

VESTIDO DE MUJER

Otra vez la ficción me reconcilia con lo real. Me recuerda que la parte de lo real vociferada por los medios hegemónicos no es la única realidad. Tarde fría de domingo, hace dos semanas. Con mi amiga Cecilia -periodista, investigadora y creadora teatral- fuimos a ver Vestido de mujer, un espectáculo poético-musical con dramaturgia y dirección de Emiliano Samar, basado en poemas de Francisco Pesqueira, con siete actrices y un pianista en escena. Fue en Patio de Actores, segunda temporada, a sala llena. Esto último, un fenómeno llamativo que vengo observando. Mucho público para mucha actividad teatral no deja de ser una singularidad en este contexto de crisis económica. Aun en una ciudad teatrera como Buenos Aies. Se diría que, al menos sectores medios que recortan algunos consumos para defender otros (por ahora), eligen restringirse, por caso, en las milanesas de peceto, a cambio de una salida al teatro. En lo personal, no es que las artes escénicas me rescaten del espanto ante el avance libertario sobre el cine nacional, sobre el Instituto Nacional de Teatro, sobre el Conicet, sobre la salud y la educación públicas, sobre la comida de los que tienen hambre, o sobre el lenguaje, infestándolo de insulto, de odio y de irracionalidad. No, es al revés. El escenario, más allá del tema o de la época en que se ubique la acción dramática, siempre se referencia, por semejanza o contraste, en el presente del espectador. A diferencia del amarillismo mediático, el teatro no ancla en el goce perverso de la noticia escandalosa. Al contrario: el rito escénico es un intento por entender. Como cualquier exploración en el misterio de lo humano por parte de la ciencia o del arte, en cualquiera de sus disciplinas. Escribo esto sin pretender reseñar un espectáculo, como trataba de hacerlo desde el oficio periodístico, cuando lo ejercía. Apenas intento entender algo, yo también, como la mayoría -intuyo- de quienes coinciden conmigo en una platea o como quienes –también supongo— siguen subiéndose a un escenario para actuar, o hacer música, o insisten en filmar, o componer, o pintar, o edificar, o plantar malvones en el balcón. Pero en este caso, puntualmente, necesito compartir esta deriva a la que me induce la comunidad de quienes hacen teatro en los circuitos del “todo a pulmón”, sin más compensación que la pequeña felicidad del hacer, para otros y otras, a ver si por fin, juntas y juntos, empezamos a entender cómo se regresa de esta infrahumanidad. Aclarado lo que estas líneas NO son, vuelvo a Vestido de mujer. Ya desde el título, el espectáculo apunta a desmontar sentidos latentes en los vocablos “vestido” y “mujer”. La cultura, al menos en Occidente y a partir de finales de la Edad Media y comienzos del Capitalismo, se ha servido de la indumentaria como un dispositivo para demarcar fronteras binarias en los cuerpos, y para definir la identidad de género y la pertenencia de clase. Colores, brillos, transparencias, bordados y recursos ornamentales diversos, según épocas y modas, estuvieron ligados al erotismo heterosexual como negocio y a la construcción de la mujer-objeto según el orden patriarcal. En clara refutación de ese paradigma, el vestuario diseñado por Sandra Ligabue para las siete intérpretes es negro, un no-color, aunque con modelos bien diferentes: faldas largas, cortas o pantalones. Con ese atuendo, a la vez común a todas y diferente para cada una, las actrices van diciendo, con frescura y a veces también con humor, sus nombres propios y rasgos identitarios hasta que, sin solución de continuidad, van transitando imperceptiblemente hacia el personaje. Todas son quienes son y, a la vez, son algunas de las figuras homenajeadas por Pesqueira en sus poemas. Alfonsina Storni, Tita Merello, Marie Curie, Raffaella Carrá, Cris Miró, Camila O’Gorman, Lola Mora o Camille Claudel, entre otras, van enunciando y denunciando el entramado cultural que naturalizó por siglos su sometimiento. Y que hoy, aunque con más visibilidad, sigue demandando resistencia y lucha a mujeres, minorías y diversidades. Párrafo aparte merece la dramaturgia y dirección actoral de Samar, que enhebró la poesía de Pesqueira con textos coloquiales, a veces de intencionada ironía, o de reconocible dramatismo, siempre eludiendo la solemnidad o el trascendentalismo que a veces desluce el lirismo escénico. El elenco integrado por Ana Padilla, Claudia Pisanu, Gabriela Villalonga, Jazmín Ríos, Yamila Ulanovsky, Guadalupe D’Aniello (reemplazada en la función de ese día por Marysol Calvo) y Paula Basalo (en lugar de Analía Sirio), estuvo a la altura del desafío corporal y vocal. Cada una consiguió el rasgo particular de las distintas criaturas que le tocó animar, con el humor o el temblor requeridos, con una impecable prosodia y, a la vez, sin caer en la dicción artificiosa del recitativo ni descuidar el espesor emocional o la psicología del personaje. En los pasajes musicales -que contaron con el carácter y la delicadeza de Martín Tello en el piano- se hizo evidente la diferencia entre quienes tienen dotes y formación de cantantes profesionales y quienes no. Pero hay que decir que todas asumieron la exigencia con encanto y con un ajuste técnico inobjetable. Con el mismo rigor expresivo y con deliberada sobriedad, la escenografía de Carlos Di Pasquo consigue un diálogo flexible con los desplazmientos coreográficos de las intérpretes. Siete sillas negras con tapiz rojo son la única y suficiente utilería que, bajo las luces, sombras y penumbras administradas por Malena Miramontes Boim, generan atmósferas que completan la expresividad de los cuerpos y las voces. Pero más allá de cualquier evaluación puntual del espectáculo, lo que aplaudo en este momento tan inédito del país y del mundo es que, ante la degradación de la palabra, se intente la poesía. Ante la prepotencia de la riqueza material, se resista desde la trinchera inmaterial de la música. Y ante la desfinanciación y los intentos de aniquilamiento de la cultura, el teatro independiente, con sus porfiadas búsquedas, nos permita creer, todavía, que nos esperan luminosos hallazgos. Ficha técnica: Vestido de mujer de Samar Pesqueira Elenco: Ana Padilla, Claudia Pisanu, Gabriela Villalonga, Guadalupe D´Aniello, Jazmín Ríos, Paula Basalo, Yamila Ulanovsky Músico: Martín Tello Poemas: Francisco Pesqueira Dramaturgia: Emiliano Samar Diseño de vestuario: Sandra Ligabue Diseño escenográfico: Carlos Di Pasquo Diseño de iluminación: Malena Miramontes Boim Maquillaje: Cholu Dimola Fotos: Gianni Mestichelli Redes y comunicación: Martina Rabbetts Asistencia de dirección y asistencia técnica: Nuria Dieguez Dirección Emiliano Samar Patio de Actores, Lerma 568, domingos 17 h

martes, 9 de julio de 2024

CLASE PÓSTUMA

En tiempos de zozobra, hace bien encontrarse con la gente que uno quiere. Me hizo bien ver a gente que hacía tiempo no veía; incluso, a quien no soñaba con volver a ver. Me ocurrió en la “Clase póstuma” que dictó el maestro Juan Gené poco después de su muerte, en 2012, para sus discípulos de hoy. Asistí como lo hice tantas veces cuando él vivía y yo era periodista. La cita fue en la sala Cunill Cabanellas del San Martin. Me invitó el autor y director de la obra, Alejandro Robino. Me acompañó y empujó mi silla mi amigo Pablo Zunino, teatrero psi y prologuista de mi libro sobre Gené. Y en escena, lo mismo que en las gradas que la rodeaban, estaba lleno de amigas y amigos, algunos ya conocidos. Con otros, la mayoría, compartíamos el mismo aire por primera y acaso única vez. Pero todos, amigos y amigas. Como todas y todos, lo necesitábamos ese miércoles negro de tres grados a la sombra de un sombrío atardecer, con personas durmiendo a la intemperie, despidos masivos sin causa ni indemnización, peso megadevaluado, simulacro de juicio a magnicidas, nene desaparecido en un naranjal o prestigioso especialista en política internacional denunciado por abuso sexual reiterado. Hacía falta esa confirmación de que, como dice el poeta Dylan Thomas, “la muerte no tendrá poder”. Y no. Aunque está y goza viéndonos morir. Pero no, no tendrá poder. Porque ahí estuvo Juan, el maestro tercamente decidido a entregar su sabiduría teatral a quienes heredarán su legado. Usando el cuerpo de Claudio Gallardou como su casa tomada, Juan volvió a machacar que el actor es acción. Por etimología y definición. Para encarnar un personaje el actor tiene que hacer. Las intenciones, las emociones vienen de lo que el actor hace, y el hacer es lo que al personaje le permite ser. Eso repetía Gené. Y ahí, el actor Gallardou deja, talento actoral mediante, que sea Juan el que camina impaciente con las manos entrelazadas por atrás; el que exhibe la huella de su exilio venezolano en el uso de la segunda persona, al elegir el caribeño y académico “tú” y no el más argentino “vos”; el que utiliza el método socrático de preguntar a partir de lo que el alumno cree que sabe.
El elenco de jóvenes actrices y actores recrean con frescura, con sus mismos nombres de pila, a quienes asistieron a sus talleres de actuación: Rita (Celeste Gerez), Carlos (Enrique Dumont), Violeta (Natalia Santiago), Camilo (Manuel Vignau) y Maia (Ana Balduini). Quien conduce al maestro en esta vuelta a clase, es el actor Mario Petrosini encarnándose a sí mismo. Una suerte de Virgilio al revés. El viaje no busca bajar con Juan al reino de los muertos sino regresarlo a la vida. De la que no parece haberse ido. Porque Robino, autor de “Clase póstuma” y también discípulo de los talleres de dirección teatral de Gené, escribió y puso en escena, no una transcripción objetiva, pero sí una semblanza genuina del maestro: su actitud física, sus tics, su discurso preñado de sentido, su oralidad sintácticamente inobjetable, la densidad abrumadora de su lógica, el rigor a veces arbitrario de su autoridad, que incluía ternura, humanismo y una devoción por lo sagrado del hecho teatral. La obra tiene la dinámica de las clases evocadas, donde actores y actrices muestran una escena previamente elaborada y el maestro evalúa, corrige y sobre todo induce a reflexiones que trascienden la mera pedagogía teatral y abordan problemáticas humanas, políticas y hasta filosóficas. Pero a la vez, y transversal a la profundidad de los temas que van apareciendo, una ironía a veces tierna, a veces más crítica, juega a desarticular cualquier desborde barroco o golpe bajo emocional. El crimen político, la traición, el odio y la venganza de un pasaje shakespeariano están a salvo de la grandilocuencia por la inmediata, inevitable conexión con la actualidad. Y qué decir de la escena en la que Nora intenta explicarle a Torvaldo por qué abandona hogar, hijos y el confort cosificante de su Casa de Muñecas. Sexo y poder -induce a comparar el maestro desde el texto de Robino- son mucho más que la ecuación dramática del texto ibseniano. En otro ejercicio, una actriz propone un monólogo de autor contemporáneo, “M’greet”. Se trata de un magnífico texto, aun no estrenado, del mismo Robino, sobre Mata Hari, la bailarina, cortesana y espía, condenada y ajusticiada por traición. Otra vez, sexo y poder. Por eso nos reímos, con amarga solidaridad, de ese siglo XIX al que este XXI parece obligarnos a retroceder. Pero esta pulsión del arte por domesticar la muerte, por dibujar, en las paredes de las cuevas, las bellas criaturas de la naturaleza, antes de que el tiempo las degrade, tal vez sea un modo de la eternidad. Tal vez, el pasado miércoles, con toda esa gente amiga, le hayamos hecho un corte de manga a este tiempo helado y cruel. Porque Juan Carlos Gené estuvo ahí. Yo lo vi. FICHA TÉCNICA Elenco: Claudio Gallardou, Mario Petrosini, Celeste Gerez, Enrique Dumont, Natalia Santiago, Manuel Vignau, Ana Balduini. Diseño coreográfico:Damián Malvascio Música y diseño sonoro: Diego Rodríguez Iluminación: Soledad Ianni Vestuario: Paula Santos Escenografía: Cecilia Zuvialde Director asistente: Ezequiel Martelliti Autor y director: Alejando Robino. Sala Cunill Cabanellas Teatro San Martín

miércoles, 29 de noviembre de 2023

LA GALERA DEL MAGO

Otra vez, teatro de anticipación. La obra de Jorge Palant La galera del mago, en la versión escénica de Jorge Diez, que este sábado ofrece la última función de su breve temporada en el Teatro del Pueblo, con las buenas actuaciones de Florencia Galiñanes y Néstor Navarría, cuenta una historia ambientada en un pasado no tan lejano. Pero a la luz del presente se resignifica hasta presagiar un futuro casi abismal. Que preferí no imaginar y, en consecuencia, no registrar inicialmente la inquietante señal que emitía el escenario. Había leído la obra allá por el 2013, cuando su autor me confió la versión original, a poco de escribirla. Se sabe que del texto teatral a su representación hay un buen trecho. La puesta es siempre una traducción, el pasaje de un idioma a otro, con todas las traiciones que unas veces enriquecen y otras desfiguran el original. Aún sabiéndolo, confieso que la puesta me descolocó. Lo que vi me pareció, al principio, una radical reescritura escénica que, sin cambiar necesariamente lo esencial del texto, me llevó a dudar, sobre todo en los tramos iniciales de la representación, si la obra que estaba viendo era la que había leído. Es cierto que uno de los objetivos del teatro es descolocar al espectador, incomodarlo, pero me pregunté si no había algo de arbitrario en presentar a los personajes como excesivamente estrafalarios, de comportamientos aparentemente escindidos de toda lógica. Me lo pregunté durante los varios días que siguieron al estreno y precedieron al balotaje de las elecciones presidenciales que ganó un candidato no menos estrafalario. Y me lo sigo preguntando ahora que, sin que aún el electo haya asumido, ya se advierten signos de un autoritario y amenazador extravío en declaraciones de inminentes funcionarios. Y extrañamente, también en mucha gente de a pie que adhiere a la opción hoy triunfante. Con parecido desajuste cognitivo, se lee y se escucha hablar, casi con naturalidad, de venta libre de órganos, armas o niños, de libertad de morirse de hambre o de reivindicación de genocidas. Nos enteramos, cual si de una noticia más se tratara, que quien gestionaría la educación de nuestros hijos y nietos será una antifeminista prodictadura vinculada al pinochetismo. Lo procesamos con espanto pero con no menos espantosa sobreadaptación, como si una suerte de demencia colectiva se estuviera adueñando de la salud mental de la sociedad. Parece urgente estar alerta porque es un fenómeno que ha ocurrido en distintos tiempos y geografías y nada indica que no pueda repetirse. Por caso, lo sucedido en 1534 en la entonces aldea alemana de Münster, donde la insatisfacción de la comunidad y el deseo de un cambio llevaron al poder a un panadero que oía voces del más allá, se autoproclamba profeta y prometía que en el poblado surgiría la Nueva Jerusalén. La comunidad se entregó a la seducción del singular personaje y devino un ciclo de desquicio social en el que se instaló el terror, se suprimió el uso de la moneda, se decretó la poligamia obligatoria para los varones, la eliminación de las “bocas inútiles” y hasta se habilitó la antropofagia. El legendario suceso fue retomado en el libro El día de la ira, que en los años 30 del siglo pasado publicó Reck-Malleczewen, un prusiano que pagó su osadía literaria en el campo de exterminio de Dachau. Y que no casualmente se reeditó en 2017, coincidiendo con el revival de ultraderechas y demás monstruosidades. La acción de La galera del mago se inicia cuando una mujer y un hombre entran a escena –el departamento de ella-- e intentan establecer algún diálogo que acerque sus recíprocas soledades un poco mejor que el rústico encuentro sexual que acaban de mantener. Los dos apelan a modos desapacibles y a una falsa desenvoltura que oculta acaso inseguridad, miedo o algo inconfesable que les hace imposible cualquier módica franqueza. Cuando, entre frases insustanciales, ella cuenta que es actriz y él, que músico, ambos inician el juego de ponerse prendas y pelucas de vestuario teatral que sacan de un baúl. Entre las estridencias de un pop ochentoso y por detrás de los absurdos disfraces que van calzándose, empiezan a hablar los fantasmas ocultos en la memoria de los dos. Y es ahí donde, por fin, se revela que, lo que los une, es precisamente lo innombrable, la frontera infranqueable de cualquier racionalidad: él y ella comparten la común condición de sobrevivientes de la dictadura. El trauma vivido no cabe en los límites del sentido común y ambos necesitan esa disociación de identidades que les permite la ficción artística. Pero la dirección de Jorge Diez extiende esa ruptura más allá de los personajes. Nos incluye socialmente como espectadores rotos. Ocasión para juntar nuestros pedazos e intentar recuperar lo que se pueda. Gran parte de la dramaturgia de Jorge Palant reelabora las marcas que, entre 1976 y1983, laceraron el cuerpo social y afectaron los comportamientos y conflictos individuales de los argentinos. Muchas de sus obras (Madre sin pañuelo, Encuentro en Roma, La cabeza de Goliat, entre otras) se revelan como una búsqueda entre los escombros de la demolición colectiva que produjo en el país esa tragedia política. La galera del mago es un nuevo título de ese corpus temático. Pero con el plus de una puesta en escena que descubre, en un texto escrito hace una década, el vaticinio de un extravío comunitario de consecuencias indecibles. De las que alguien, quizá sin saberlo, está ahora mismo, ojalá, escribiendo. * FICHA TÉCNICA La galera del mago Autor: Jorge Palant Intérpretes: Florencia Galiñanes, Néstor Navarría Intervención dramatúrgica y musicalización: Jorge Diez Diseño de escenografía y vestuario: Jorgelina Herrero Pons Iluminación: Violeta Diez Dirección: Jorge Diez Teatro del Pueblo

jueves, 2 de noviembre de 2023

LA CELEBRACIÓN DE MANUELA SÁENZ

Hay mujeres a las que es urgente ver y oír. Como a la actriz @Cecilia Hopkins en “La Celebración de Manuela Sáenz”, la obra que sólo por tres sábados más se puede ver en el Celcit. También hay mujeres a las que es necesario, y acaso también urgente, no olvidar, o recuperar, porque aunque su tiempo físico haya ocurrido en el pasado, sus vidas siguen hablando en presente perfecto. “La celebración de Manuela Sáenz” es un monólogo escrito por el ecuatoriano Luis Zúñiga, en el que la amante de Simón Bolívar ajusta cuentas con la memoria de sus años junto al Libertador. El texto es una suerte de confesión catártica de las intensidades gozadas y padecidas por una disidente protofeminista en armas que, en el siglo XIX latinoamericano, lucha contra el colonialismo español y resiste la cultura patriarcal. En el inicio del relato escénico aparece una Manuela delgada, enjuta, disponiéndose a vender dulces y bordados como recurso de subsistencia, en la feria del puerto peruano de Paita, adonde fue desterrada de su Quito natal tras la muerte de Bolívar. Manuela evoca con nostalgia pero también con ironía y sentido crítico, cómo se ganó el grado de coronela del ejército patriota, o la Orden del Sol otorgada por San Martín o el título de Libertadora del Libertador, que Bolívar le concedió por haberlo salvado de una conspiración opositora. Una escenografía de austeridad espartana hace que menos signifique más. Contra la sobriedad del paisaje escénico se recorta y potencia el minimalismo expresivo de la actriz, que convierte a Manuela en una mujer presente, cercana, reconocible. Cada movimiento de las manos, cada enarcar las cejas o clavar la mirada y la intención, cada inflexión de la voz o vaivén de la falda es señal de que Manuela está ahí, respira y dice. Con el genuino acento quiteño (aprobado por el autor, en charla después de la función) la actriz consigue un registro latinoamericano que suena espontáneo y encantador, y con el que el personaje va revelando su condición de hija natural tanto como sus dotes de lúcida política y osada guerrera en las batallas por la emancipación latinoamericana. Imposible no encontrar paralelismo con otras mujeres-coraje de la Patria Grande. Alguna nacida también de unión ilegal, alguna de padre colectivero, muchas que tomaron las banderas de sus hijos desaparecidos por dictaduras genocidas, todas igualmente amadas por su pueblo y denostadas, perseguidas y odiadas por las élites del privilegio. Vi la obra que recomiendo hace dos sábados, cuando acá vivíamos la víspera de una elección abismal y mientras en el mundo, entre otras crueldades y absurdos de nuestra civilización, el cielo de Israel y Gaza seguia encendiéndose con haces de odio y muerte. En tiempos como los que corren, en los que todavía no hay un limite cultural para tanto dolor social, lo que ofrece Cecilia Hopkins con exquisito dominio de su arte es un reparo simbólico tan modesto y delicado en su despliegue como profundo y rico en su significado. No te lo deberías perder.

lunes, 28 de noviembre de 2022

"LAS SÁBANAS", DE MARÍA IRIBARREN

Recomiendo leer Las sábanas, poesía reunida de María Iribarren, libro que tuve el privilegio de conocer antes de su publicación. Y del que ignoro si tendrá versión tradicional en papel o sólo en soporte digital. Pero no quiero dejar pasar más tiempo sin advertir, a los merodeadores de las redes, que estamos, a mi modesto parecer, ante una voz original e inspiradísima dentro del género. La poesía de Iribarren es como ella misma: de fuerte personalidad tanto en la audacia frontal de los temas que aborda como en la libertad para infringir el canon gramatical cuando el sentido lo reclama. Conocí a María como periodista, cuando en los lejanos noventas compartimos la redacción del suplemento de cultura y espectáculos de un medio gráfico. Admiraba la solvencia y agudeza de su prosa en temas de cine, radio, televisión y medios de comunicación emergentes. No supe de su talento para la síntesis lírica hasta varios años después, cuando me sorprendió con la publicación de Emak Bakia, un libro de finísima e intensa poesía, ilustrada con dibujos de Julia Vallejo Puszkin. Pero seguí pensándola como una periodista talentosa y como académica a cargo de cátedras universitarias de su especialidad, que había hecho una incursión aleatoria en otro campo. Hasta que, hace algunas semanas, supe que estaba a punto de publicar Las sábanas y, en nombre de nuestra común condición de excolegas, le pedí leer los originales. No sé si lo que leí será exactamente lo que se publicará, o si la versión definitiva tendrá agregados, cortes u otras modificaciones. De lo que estoy convencida, en cambio, es de que María Iribarren tiene ya un lugar de relevancia en la poesía argentina contemporánea. Y quiero, como lectora de Las sábanas, dejar mis impresiones.
Lo que descubrí debajo de Las sábanas Este nuevo libro de María Iribarren fue concebido en el período que va del inicio de la pandemia al presente --acaso perpetuo-- de una postpandemia sin final anunciable. Las composiciones van testimoniando el devenir de un cuerpo de mujer y sus misterios interiores, que incluyen huesos, vísceras, fluidos, emociones, pulsiones, intenciones y otros componentes de naturaleza y cantidades indefinibles. Con la excusa de explicar el porqué del título, el libro arranca con un texto de extraño y transparente lirismo, escrito en prosa poética, donde las sábanas insinúan siluetas y temblores antiguos y actuales. Escritos en la intemperie de la primera persona, todos los poemas contienen, a la vez, la identidad plural de lectoras o lectores que se reconozcan sujeto de, por caso, la tremenda distopía global del Covid 19. O de cualquier otra anomalía de las muchas que, a lo largo de la vida, perturban o arrasan el orden previo, tanto en el individuo como en la especie. Las frases de los acápites y las citas al interior de los textos identifican a algunos referentes culturales de la autora: Abbas Kiarostami, Samuel Beckett, Charly García, Trévor Nunn, Damon Albarn, Prince, Susana Thénon, César Moro, Georg Steiner, Gilles Deleuze o Elena Ferrante, entre otras y otros. En su mayoría, figuras claves del pop o la filosofía, del cine o de la música, que han dado testimonio de un tiempo convulso. Un tiempo de tormentas encadenadas que, lejos de aquietarse, vienen acelerándose y superponiendo daños desde las dos Guerras Mundiales del siglo XX hasta hoy. En ese marco, María pinta la íntima aldea que delimitan sus sábanas y, claro, pinta el mundo. El suyo. El de la generación que padeció mandatos patriarcales. El que asistió en la Argentina a los horrores de la dictadura genocida. El que milita la emancipación de las mujeres y otras disidencias. O el que atravesó el encierro y el miedo de dos años largos de aislamiento sanitario. La sábanas es la bitácora de un viaje introspectivo que empieza en marzo de 2020. La primera composición, sólo formalmente en prosa, de oraciones cortas y lapidario fraseo, se titula Diagnóstico y describe un encierro que remite a una experiencia nueva y a la vez ya vivida, a un tenebroso dejá vu: “El aislamiento, ¿nos sobrevivirá por segunda vez? Les otres que vuelven, esta vez, espejos / de una amenaza invisible. El futuro en contagio. Muerte garantizada”. La poesía de Iribarren tramita la anormalidad desafiando la norma lingüística, abarcando pero también excediendo el lenguaje inclusivo: El recuerdo del presente ya me aterra. ¿Qué haré entre les vives si sobrevivo? El poema desafía y exige restaurar la razón de ser de la nomenclatura gramatical: Me duele la emergencia, el devenir interrogatorio en subjuntivo. O más adelante: Versos en estado gaseoso / inflados, correctos: / mayúsculas en la excepción, puntos al final, comillas al comienzo / pero vos y yo sabemos que volver no es regresar. No le sirve ya, a esta poesía, la métrica ni la rima clásicas. Necesita inventar nuevas cadencias, asonancias o disonancias, otras pausas, acentos nuevos que restauren el sentido que todavía puede repararse. Precisa introducir con audacia los significados recién nacidos, o los que se están gestando. Como cuando remplaza el previsible sustantivo ventana por ventaja: Hoy es hoy. Abril, 2020. Miro a través de la ventaja (¿debería haber escrito ventana?). Me separa un balcón. En el otro costado, una pared. Los gatos van y vienen por la medianera. Suena una sirena no demasiado lejos. (Ese sonido viene de otra secuencia de amenazas. Calambres en el alma). La última frase, lo aclara al pie de página, es de Charly García en Piano Bar, 1984; otro tiempo, otro peligro. Este viaje al interior de verdades que no pactan con la autocompasión incluye el blanqueo de deudas y acreencias con la madre que estuvo y con la que se ausentó; con el hijo, con el padre-patrón y con abuelos acosadores. Entre las sábanas de María hay gozos y dolores, de a dos y en soledad. Hay refugios, exilios, prisiones y mortajas. Hay insomnio y pesadilla, Hay sangre, semen, lágrimas, músculo y tendones. Hay hueso partido y abrazo de titanio. ¡Hay que atreverse a seguir el hilo de la propia identidad hasta llegar a ese hueso esencial que no admite restauro quirúrgico! Este libro lo consigue. Y entrega el resultado sacrificial a quien, a su vez, se atreva a implicarse profundamente en su lectura. No para encontrar la salida. Apenas para retomar el hilo y seguir andando el laberinto.

lunes, 30 de mayo de 2022

LA CABEZA DE GOLIAT (Hombres del claroscuro)

No pierdan tiempo. Vayan a ver La cabeza de Goliat antes de que baje de cartel este espectáculo de Jorge Palant que, los sábados a las 18, en el Teatro Tadrón (Niceto Vega y Armenia) habla, precisamente, del tiempo. 
Si bien son muchos los temas que aborda esta obra –tantos, que hasta cabe imaginarlos, desarrollados y entramados, en una novela--, es el tiempo y su devenir, no estrictamente cronológico, lo que motoriza el conflicto. 
 La pieza recrea inicialmente una charla ficcional de dos personajes que tuvieron existencia real. El protagonista es el cineasta, poeta, pintor, militante comunista, católico y anticlerical italiano Pier Paolo Pasolini (1922-1975), animado aquí por Néstor Navarría. El acentuado parecido físico con su personaje permite un juego eficaz con la actuación que, virada hacia el trazo expresionista, elude el realismo plano y expande significados. La interlocutora es la actriz y cantante italiana Laura Betti (1927-2004), que en la vida real mantuvo un prolongado vínculo artístico y emocional con Pasolini, al punto que el director --homosexual confeso y desafiante de los prejuicios de su época— la definía como “su mujer no carnal”. La anima Coni Marino, con sensibilidad y sobrados recursos actorales y vocales. Promediando la obra, la evocada figura de Caravaggio se corporiza con la ambigua pero contundente materialidad de las pesadillas. El actor Marcelo Sánchez, también con una fisonomía afín a los autorretratos del pintor renacentista, convence con la sinceridad y el temperamento que comunica al personaje. La conversación discurre en la víspera del último y fatal 2 de noviembre en la vida del director de Teorema, Mamma Roma o Accatone, ya que al día siguiente murió asesinado por un joven, probable sicario, en un hecho presuntamente mafioso y nunca esclarecido. Esa noche previa, que en la charla ficcional termina revisando toda una vida, la sobria puesta de Enrique Dacal articula con fluidez escénica las superposiciones y fracturas entre lo real y lo soñado. O entre la conciencia individual y el inconsciente sociocultural. Y lo consigue básicamente con las actuaciones. Las palabras dichas no son sólo descriptivas o narrativas sino que crean lo que nombran. Y entre las verdades que la amistad y el alcohol liberan, la referencia a Caravaggio no es inocente. A Pasolini siempre le interesó la obra de quien innovó la pintura renacentista con el dramatismo del claroscuro. Y en la charla surgen otros datos coincidentes en las biografías de ambos artistas, cuestiones que fueron materia de análisis de ensayistas y críticos de arte. El mismo cineasta dejó entre sus papeles algunas reflexiones sobre el pintor. Las réplicas y contrarréplicas de Laura y Pier Paolo evocan el estigma social y la persecución que tanto el artista del siglo XVII como el cineasta del XX sufrieron por su homosexualidad y sus provocaciones al poder político y a la Iglesia. Sale a la luz, asimismo, que uno y otro eligieron sus modelos entre criaturas de la periferia social, pobres, enfermos, prostitutas e indigentes. Y que en sus respectivas vidas y obras confrontaron lo sublime con lo brutalmente terrenal. 
 Y aquí, una reflexión sobre la coincidencia o encuentro en el escenario de personajes de la realidad que vivieron en distintas etapas históricas. Abundan los ejemplos ilustres de tal procedimiento. En la Divina Comedia, nada menos que catorce siglos separan al autor/protagonista (Dante Alighieri, siglo XIV) de su guía por el Infierno y el Purgatorio (el poeta romano Virgilio, siglo I a.C.). Es cierto que, en otros casos, tal anacronismo no pasa de ser caprichosa arbitrariedad de olvidables fabricantes de ficciones. Pero el uso que el dramaturgo Jorge Palant viene dándole a esa fórmula siempre significa más que lo que expresa. Remite, en mi opinión, a cierta concepción marxista del tiempo según la cual la Historia no es una sucesión lineal y cristalizada de los hechos del pasado, sino una categoría en permanente, dinámica relación dialéctica con distintos momentos de su devenir. Ya en la obra Réquiem, el autor reunía a la escritora y periodista checa Milena Jesenská, muerta en 1944 en un campo de concentración nazi, con el fotorreportero sudafricano Kevin Carter, ganador del Pulitzer 1993 por su fotografía de una niña sudanesa hambrienta, asediada por aves carroñeras. En ese encuentro más allá de sus existencias terrenas, debatían sobre los límites éticos del mérito profesional. 
 En La cabeza de Goliat, Palant retoma esta modalidad al juntar a Pasolini y Caravaggio, dos artistas separados por casi 400 años, ambos en abierto conflicto con la prepotencia de las instituciones de su tiempo. Y entre las del siglo XX, el autor se permite incluir al psicoanálisis, con la autoridad que le confiere su doble condición de dramaturgo y médico psicoanalista. Lo que se busca, y se consigue o no, según la mirada de cada espectador, es poner a prueba si la distancia entre ambos personajes es tanta como lo cronometra el calendario. Al usar como modelos para sus vírgenes y santos a prostitutas y vagabundos, el renacentista escandalizaba a la alta burguesía y a la Iglesia, poderes fácticos del naciente capitalismo y consumidores de su arte, El director de cine retrata en sus películas la vida en los márgenes de la decadente sociedad capitalista. Uno y otro coinciden y discrepan sobre las monstruosidades engendradas, según la gramsciana frase, por “lo viejo que no acaba de morir y lo nuevo que no acaba de nacer”. Y como el Dante conducido por Virgilio, este Pasolini se interna, de la mano de Laura, en el infierno de sus propias obsesiones y contradicciones. Las que hacen del fantasmático Caravaggio el espejo en el que el cineasta se reconoce y al que rechaza. Sobre todo, cuando presiente que el pintor de tantas decapitaciones (de Goliat, de Holofernes, de Juan el Bautista) parece regresar, desde su lejano siglo XVII, para atormentar con ominoso presagio a nuestro casi contemporáneo Pasolini. ¿Sólo a él? 

  •  LA CABEZA DE GOLIAT (HOMBRES DEL CLAROSCURO) 
  • Autor: Jorge Palant 
  • Intérpretes: Néstor Navarría, Coni Marino, Marcelo Sánchez 
  • Escenografía y Vestuario: Julieta Capece 
  • Director: Enrique Dacal 
  • Teatro: Tadrón (Armenia y Niceto Vega), sábados a las 18