sábado, 1 de agosto de 2015


Guillermo Cacace y un montaje magistral: Mi hijo sólo camina un poco más lento

Para contemplar y contemplarse
 

Escrito con tiza en la puerta de hierro de un PH, en el 600 de la calle Pasco, dice “Apacheta”. Es el nombre del teatro/taller/sala de ensayo del director Guillermo Cacace, donde se presenta su último montaje, Mi hijo sólo camina un poco más lento, del joven dramaturgo croata Ivor Martinic (31). Las funciones, con entradas agotadas hasta 2016, son los sábados y domingos a las once de la mañana y a las dos de la tarde.

El barrio, Balvanera, está fuera de los circuitos transitados por las tribus teatrales  (en cualquiera de sus variantes: comercial, oficial o independiente según la clasificación al uso); el elenco no incluye figuras famosas y el horario es decididamente inusual. Pero el espectáculo convoca tanta gente como caben en las gradas y unos cuantos más, sentados en sillas y en almohadones en el piso. A ojo, unas cien personas se acomodan según van llegando, luego de ser recibidos por quienes se comportan como afables dueños de casa e invitan con un café, un vaso de vino o un mate. Todos, los anfitriones y los visitantes (director, actores, público) empiezan a parecerse demasiado para lo que son las convenciones del teatro, aun el menos convencional. A unos y otros los envuelve la misma luz natural que entra por los dos amplios ventanales de ese primer piso por escalera. Y la acción va a transcurrir sin que se oscurezca la platea ni se ilumine el escenario. La cuarta pared no existe o la delimita apenas la quietud atenta del público y, ahí nomás, los cuerpos en movimiento de los intérpretes. Éstos, ya a cargo de sus personajes, van a mirar a veces a los ojos a algunos espectadores o les van a dirigir sus parlamentos, generando una transferencia de significados y emociones de inquietante sinceridad. El concepto de “ficción” como sinónimo de “representación” tiende a desaparecer. No hay mentira teatral sino más bien una verdad poética, pero verdad al fin,  dolorosa y compasiva a la vez, que va quedando expuesta en toda su temblorosa desnudez. Una verdad que va a ir inscribiéndose en el cuerpo de cada uno de los actores y que terminará estampada en la conciencia de cada espectador, entregado sin resistencias a ser intervenido por un juego escénico de inusitada nobleza.

El planteo argumental incluye a una abuela de frágil memoria, una madre sobreprotectora, un marido ausente, un hijo en silla de ruedas, una hermana postergada, una muchacha autista y enamorada del joven paralítico, una tía neurótica y varios primos, novios, amantes y exmaridos con distintas precariedades a cuestas. Sería  injusto ver en la anécdota sólo un nuevo abordaje del transitado tema de la familia disfuncional. Tampoco es una obra sobre la discapacidad o sobre la dificultad de reconocer o incluir al diferente. Mi hijo sólo camina… es eso y mucho más que eso. Es un espejo que refleja la invalidez esencial de la criatura humana y su empecinada vocación de felicidad. Y es, sobre todo, un abrazo -insuficiente pero fraterno- a todos los discapacitados de la escena y del público. A los que se les ve la prótesis de que se valen y a los que la llevan escondida, disfrazada o negada por el pudor, el miedo o la arrogancia. A todos.

No leí el bello texto de Martinic pero sospecho que la escritura escénica que del mismo realizó Guillermo Cacace, con esos excelentes intérpretes, hace parte fundamental del resultado. Y es inevitable preguntarse hasta qué punto esa excelencia lo es solamente de las dotes actorales y de la pericia de la dirección o, además, depende de la calidad moral de esas personas, con independencia del oficio teatral en el que se desempeñan. Porque lo que la obra comunica no es sólo convincente, no es sólo verosímil. Es verdadero. Así lo entienden los muchos espectadores que contienen un llanto silencioso pero indisimulable hasta el final y los que se secan la cara una y otra vez, alternando la emoción con la sonrisa cuando cada personaje, a su turno, exhibe en toda su ridiculez el costado tullido de su cuerpo o de su psiquis.

Vale aclarar que la verdad que comunica el espectáculo no necesita apelar al realismo, mucho menos al costumbrismo. En algunos tramos, un relator anuncia, describe o completa la acción. Los personajes dialogan entre sí pero también lo hacen con algún espectador, al que le hablan o lo miran fijamente a pocos centímetros. Es que no hay distancia entre la escena y el público. A todos los revela la misma luz y los cubre la misma penumbra. La diferencia está en la entrega de los actores. Sus cuerpos aparecen comprometidos con la vivencia de su criatura en cada movimiento, en cada gesto, en cada silencio. Hasta en el olvido de la letra por parte de la abuela que, encarnada por una actriz octogenaria (extraordinaria, Elsa Bloise), lleva al límite la tensión persona-personaje. Fuerte significado aporta el desplazamiento predominantemente circular de los actores, metáfora de la vida --la individual y la histórica-- y su redundante, fatal obstinación.

Es curioso que un espectáculo que por tantas y diferentes razones se aleja claramente de las convenciones de las artes escénicas (falta de escenario, de artificios lumínicos, de escenografía, de vestuario, de maquillaje, de cartelería publicitaria, de horarios habituales, de figuras consagradas, etc.) alcance un nivel de teatralidad tan exquisito. Acaso sirva, para explicar este acontecimiento, recordar que en su etimología, la palabra teatro viene del griego “theatron”, formado por “thea”, que significa ver, contemplar, y el sufijo “tro”, que remite a instrumento. Y Mi hijo sólo camina un poco más lento es exactamente eso, un instrumento para contemplar y contemplarnos. Es, genuinamente, teatro.

FICHA TÉCNICA

Mi hijo sólo camina un poco más lento

Dramaturgia: Ivor Martinić
Dirección: Guillermo Cacace
Interpretación: Juan Tupac Soler, Aldo Alessandrini, Antonio Bax, Luis Blanco, Elsa Bloise, Paula Fernandez Mbarak, Pilar Boyle, Clarisa Korovsky, Romina Padoan, Juan Andrés Romanazzi, Gonzalo San Millan.
Fotografía: Vivian Porras 
Sala: Apacheta, Pasco 623

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