miércoles, 27 de septiembre de 2017

BÁJAME LA LÁMPARA


Dar soporte escénico a la poesía implica un alto riesgo dramático. Lo afrontó y salió airoso del desafío el equipo completo de Bájame la lámpara, exquisito espectáculo concebido por Francisco Pesqueira y dirigido por Emiliano Samar, como una aproximación recatada, casi en puntas de pie, a la vida y los versos de Alfonsina Storni, Idea Vilariño y Alejandra Pizarnik, a través de la nodriza, la empleada y la asistente de cada una respectivamente, encarnadas a su vez por tres actrices enormes.
Lidia Catalano, Miriam Martino y Stella Matute, que de ellas se trata, asumieron con parejo compromiso y cada una con su personalísimo sello interpretativo, la tarea de revivir para la escena a tres figuras fundamentales de la lírica latinoamericana del siglo XX. Pero al hacerlo por la vía mediada de tres sencillas mujeres dedicadas a servir a sus señoras en la intimidad (“Nadie es un héroe para su ayuda de cámara”, dice el refrán), se revierte la condición estatuaria con que el canon cultural suele deshumanizar a los personajes ilustres, y permite que el espectador se acerque y comparta, en una ceremonia doméstica y a la vez pudorosa, algunas costumbres, el gusto personal por algunas comidas, ciertas obsesiones o varios secretos de las escritoras. Todo enlazado en armónica trama con algunos poemas y, a veces, con la circunstancia en que fueron escritos.

Precisamente, uno de los encantos del espectáculo es la estructura del texto dramático de Francisco Pesqueira, que multiplica el reto teatral y lo fascinante del resultado, ya que las tres actrices no encarnan a tres personajes sino a nueve, empezando por ellas mismas. Esa elevación a la tercera potencia de cada significante comienza cuando el público ingresa a la sala y las tres están ya en escena, pero en la actitud propia del precalentamiento actoral, repasando letra, vocalizando o acomodando algún elemento del vestuario o la utilería.  
 
Lidia Catalano parte de sí misma presentándose ante el público con su verdadero nombre artístico, igual que sus compañeras de elenco, para ir adoptando, con casi imperceptible delicadeza, el personaje de la nodriza de Alfonsina y, sin solución de continuidad, entrar en el alma de la poeta a través de versos y canciones.
 
Justamente del último de sus poemas, Voy a dormir, que la Storni escribió como despedida antes de poner fin a su existencia, es la imagen del título. La misma que sirvió a Ariel Ramírez y Félix Luna para la famosa canción homenaje Alfonsina y el mar. Y en la que, claramente también, se inspiró la delicada escenografía de Carlos Di Pasquo, poblada de lámparas que bañan con luz tenue (excelente diseño lumínico de Carlo Argento) un ámbito irreal, blanco y casi onírico. Imágenes y atmósfera que fueron otro aporte virtuoso a este espectáculo de cámara que valorizó con igual rigor los lenguajes del teatro, la lírica, la plástica y la música.

Las intensidades que como intelectual, como artista y como mujer apasionada desplegó, a lo largo de sus 89 años de vida, la uruguaya Idea Vilariño, encontraron cabal traducción en la sensual expresividad de la cantante y actriz Miriam Martino, que transitó con ductilidad entre su propia identidad, la de la poeta y la de la empleada de ésta.

La misma adecuación entre actriz y personaje se advierte en la elección de la temperamental Stella Matute para representar a la desgarrada Alejandra Pizarnik y a la comprensiva colaboradora que la asistía. Como bien se ha señalado, hay hasta cierta semejanza física que las asocia, sin que se haya buscado acentuar esos rasgos de manera artificial. Como en el caso de las otras dos actrices y sus respectivos personajes, Matute dice y canta con vigor y verdad, revelando un abordaje profundamente conocedor de la subjetividad, las rebeldías y los tormentos interiores de la autora de La condesa sangrienta o La última inocencia.  

Por fin, un párrafo aparte merece la intervención de la guitarrista y cantante Mirta Álvarez, que suma al refinamiento de su aporte musical el valor de una figura y un vestuario que parecen acentuar la naturaleza inmaterial, inalcanzable que, para la criatura humana, tiene la búsqueda poética.
 
Una búsqueda que Bájame la lámpara consigue iluminar sin sacrificar el misterioso encanto de los claroscuros.

 
BÁJAME LA LÁMPARA
Autor: Francisco Pesqueira
Intérpretes: Lidia Catalano, Miriam Martino, Stella Matute
Cantante y música: Mirta Álvarez
Vestuario: Sandra Ligabue
Escenografía: Carlos Di Pasquo
Diseño de luces: Carlo Argento
Fotografía: Fernando Musante
Dirección y puesta en escena: Emiliano Samar
Espacio IFT – Boulogne Sur Mer 549, sábados a las 19.

sábado, 23 de septiembre de 2017

CHARLOTTE CORDAY, POEMA DRAMÁTICO

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Nara Mansur Cao
Después de haber aplaudido, y procesado durante varios días, la perturbadora experiencia como espectadora de Charlotte Corday, poema dramático, que en agosto de 2017 interpretó en Buenos Aires su autora, Nara Mansur Cao, concluyo que si hay un lenguaje capaz de traducir lo intraducible –léase: la síntesis de revolución social y autobiografía--, ese lenguaje es, excluyentemente, el de la poesía. Y, segunda conclusión: la poeta cubana (residente actualmente en la Argentina) se instala con esta obra en la categoría de precedentes como el Alejo Carpentier de La consagración de la primavera o el Peter Weiss de Persecución y asesinato de Jean Paul Marat, novela y drama respectivamente con eje en el concepto de revolución y, ambos, de innegable y arrasador lirismo. Tanto, como el de este texto que, ahora como performance o recital poético dramático, en el Centro Cultural de la Cooperación, mostró un vuelo más alto (¿inalcanzable, tal vez?) que cualquier forma con que se pretenda materializarlo.


Charlotte Corday, poema dramático
No obstante, el despojamiento de una puesta en la que la poeta dice sus propios versos, de pie ante un micrófono, con prescindencia de cualquier otro despliegue expresivo fuera de la música ejecutada en vivo por Marian Dames (piano) y Guillermo Esborraz (batería), permite el real lucimiento de la palabra, protagonista autosuficiente del hecho escénico. En cuanto a las intervenciones musicales, hay que destacar el modo como éstas dialogan de forma a veces contrapuntística con la voz, comentando, enfatizando o en ocasiones hasta polemizando con lo que dice. La salvedad es que, en algún pasaje, el volumen de los instrumentos tapa la voz; un desajuste que tal vez se haya corregido en las funciones posteriores al estreno.
Como los referentes literarios arriba mencionados, la obra de Nara toma como punto de partida, ya desde el título, las secuelas de la Revolución Francesa encarnadas en la legendaria figura de la joven girondina que asesinó al líder revolucionario Jean Paul Marat.

En su desarrollo, el poema alterna y yuxtapone (y a veces deliberadamente superpone, como en un juego de transparencias), palabras y situaciones dramáticas asociadas a la Revolución Cubana y también a otras sublevaciones populares, de la historia y de la actualidad. Unas y otras, enlazadas con la subjetividad de la criatura humana, ya se trate de Charlotte Corday, o de la primera persona en quien se reconoce el testimonio autobiográfico de la autora.

En un registro que combina la evocación intimista con el absurdo y la ironía, son muchos los recursos aplicados a subvertir convenciones, a exponer con tristeza o con sarcasmo la degradación o el vacío de ciertas consignas devenidas meros eslóganes, a revelar los excesos sangrientos o la progresiva esclerosis burocrática de casi todas las épicas revolucionarias.

De intensa, conmovedora sinceridad resulta el tramo más autobiográfico, donde evoca el encuentro familiar en un velatorio. Allí describe: “El farol con el que mi abuelo hizo la campaña de alfabetización alumbra la pequeña sombra de su ataúd”. La acción se ubica en los Estados Unidos de…¿América? No, de “Ánimo”. Es “un día de 1990”, apenas un año después de la caída de la URSS, cuando la protagonista se distrae del ritual funerario y cuenta: “…mi mirada se llena del paisaje agrícola, agrio / de Afganistán, y sus muertos, y más muertos, y muertes”. El tramo concluye: “Prefiero que mi abuelo haya muerto así / Sin saber nada, sin noticias.”

Pero el largo poema de Nara no coincide ni confronta con la visión de la pieza de Weiss a la que alude. En todo caso, pone en tensión ambas miradas e introduce otras. En el Marat/Sade, de 1963, se ha querido ver a la asesina como una contrarrevolucionaria, como un “ángel de la muerte” (en palabras de su traductor al castellano, Alfonso Sastre). En este poema, cuyas referencias a la obra de Weiss abrevan en la traducción de Virgilio Piñera, la autora propone otra vuelta de tuerca y resignifica el papel de la joven que llega a Paris con su criminal objetivo. Extrapolando los múltiples e indemostrables sentidos posibles de cualquier acto homicida, el texto legitima, se burla o contradice alternativamente los estándares históricos, al deslizar entre sus versos varias y hasta paradojales hipótesis: ¿Charlotte era una contrarrevolucionaria en busca de la restauración conservadora? ¿Pretendía una revolución en la revolución? (más precisamente “una revolución en la revolución en la revolución”, redobla Nara en su texto  la apuesta de Trotsky). ¿Es posible que esas actitudes antagónicas confluyan en un mismo servicio a los objetivos de la contrarrevolución? ¿O acaso Charlotte no buscaba ninguna de esas alternativas sino otra que su momento histórico no estaba en condiciones de comprender? Y esta última alternativa, ¿será tal vez la que induce a la autora a arrimar significativamente su propia biografía a la de la Corday? En varios pasajes se advierte esa deliberada confusión de identidades. Casi en el final, por ejemplo, en los versos precedidos por el subtítulo “Habla Charlotte Corday por segunda vez”, se lee: “A los treinta y tres años quiero desembarazarme, totalmente, del concepto de política…” La hablante es la muchacha francesa del siglo XVIII, que murió en la guillotina a los veinticinco; quien tiene treinta y tres en 2002, cuando se estrena en La Habana el poema dramático, es Nara.

Si bien nada hay en este texto que lo explicite, un perfume de época y de geografía global inunda el desencanto que parece latir en sus muchas ironías. “Somos los inventores de la revolución pero todavía no sabemos utilizarla. Oh, padre. Pater. Patético. Padre patético. Paternidad patética. Papá desempleado. Papa. Patata. Papilla. Papamóvil. Pa lo que sea Fidel pa lo que sea. Pa pa pa pa pa pa pa pa pa (onomatopeya de ráfaga de AK-M)”, dice, y a esa altura ya está claro que no alude sólo a la Revolución Cubana. De hecho, hay en el poema fugaces alusiones a otras gestas heroicas, a otros devenires políticos, masivos o personales; a otras muertes, otras guerras, otros asesinatos. Enunciados por la autora desde un escenario pequeño, a apenas centímetros de la primera hilera de espectadores, y con el énfasis sonoro que aportan los músicos en escena, es inevitable escuchar también balaceras y clamores más actuales o cercanos (balas de goma y plomo en manifestaciones populares o la pregunta ¿dónde está Santiago Maldonado?).

Pero lo que se insinúa como una señal todavía indefinida, como un incierto presagio que acaso la misma autora no haya pretendido, es el experimento todavía no ensayado de una revolución menos patriarcal, con menos testosterona y con más poesía, una revolución de las mujeres en la que otra Charlotte Corday no necesite asesinar a Marat para después entregar su cuello al verdugo. Un movimiento plural y contrasistémico en el que la Judith mítica cumpla por fin el objetivo no alcanzado que Mansur recoge en su poema: “Vivo para cometer el crimen que salve a la revolución de los humildes, por los humildes y para los humildes”. Una revolución en la que, como dice Nara en los tramos finales de su poema, “… uno pudiera cambiar de opinión, es decir, no asesinar a Jean Paul Marat hoy 13 de julio de 1793 / Y dar comienzo al cabaret o al guateque campesino... (Música) / Y dar comienzo a los improvisadores / para que propongan la alegría futura / la canción incierta: / Uno se pregunta si las personas sin alegría / podrían construir algo, la revolución, por ejemplo”.

Una revolución, por fin, que incluya el erotismo de “La que se entrega / la que más ama” y que tenga por destinatario al futuro (“Para los niños y la esperanza…”), es una gesta que habrán de encarar, precisamente, quienes son capaces de gestar un niño, un plato de comida, un poema o (será hora de intentarlo) un mundo más justo.

FICHA TÉCNICA
Obra: Charlotte Corday, poema dramático
Autora e intérprete: Nara Mansur Cao
Musicos en escena: Marian Dames (piano), Guillermo Esborraz (batería)
Espacio: Juan L. Ortiz
Sala: Osvaldo Pugliese
Centro Cultural de la Cooperación

miércoles, 9 de agosto de 2017

LA MEMORIA DE FEDERICO


¿Habría algo que decir frente a la perfección? Si existiese (por fortuna tal cosa sigue siendo inalcanzable), lo demás sería sólo silencio.
Pero ante lo que roza lo perfecto una también se queda sin palabras. Cualquier opinión parece enfatizar su propia banalidad, la estéril pretensión de decir algo sobre lo que fue capaz de decirlo casi todo.


Es lo que siento ante La memoria de Federico, la obra escrita y dirigida por el español Etelvino Vázquez que interpreta Cecilia Hopkins en el Centro Cultural de la Cooperación y que este viernes 11 ofrecerá su segunda –e inexplicablemente última—función. Y aunque estoy convencida de que la mejor reseña (que no pretende ser ésta) nada podría agregar a este espectáculo que se autoabastece en su integral excelencia, he decidido volver a escribir en mi blog para llamar la atención de quienes amen el teatro y, muy especialmente, de quienes conozcan algo de la obra y biografía de Federico García Lorca, para que no se pierdan esta oportunidad única, por ahora, de regalarse un momento de felicidad poética. Lo que no es para desdeñar en estos tiempos de tanta tristeza. Sobre todo porque la dicha que se experimenta ante esta pieza de pequeño formato e intenso lirismo no va por el lado de la evasión. Al contrario, incluye nuestros dolores de hoy al evocar, sublimados, los de la España de la dictadura franquista que, hace más de ocho décadas, expulsó, persiguió, asesinó o desapareció a libertarios y disidentes. Entre tantos, el autor granadino ultimado en un barranco de Viznar o la actriz Margarita Xirgu, que se exilió en Buenos Aires y que, uno y otra, vuelven a vivir en la interpretación magistral de Cecilia Hopkins.
En una verdadera hazaña expresiva, nuestra actriz da vida a varios personajes de la historia y de la ficción, a través de los cuales recupera la memoria del artista asesinado en 1936 por la Guardia Civil Española. Lo hace imaginando un diálogo entre la Xirgu y Federico y reviviendo pasajes de algunas de sus obras más emblemáticas, como Mariana Pineda, Yerma, Doña Rosita la soltera o Bodas de sangre, algunos versos de Poeta en Nueva York Romancero gitano y algunas canciones que entona con afinación y delicadeza conmovedoras.


En cada caso, y con mínimos cambios de vestuario frente al público, se generan imágenes icónicas que aluden a gestos teatrales de la verdadera Xirgu eternizados por la fotografía o el recuerdo. En algunas escenas, la acción produce una suerte de esculturas teatrales. Las dotes expresivas de Hopkins combinan con naturalidad la danza, la actuación, el canto afinadísimo y la delicada manipulación de un largo lienzo de tela cruda. Este material, que es traje, velo o capucha según pida la secuencia dramática, remite al mármol o a la piedra por su textura y su color a la vez que es movido con etérea plasticidad. Esa tensión entre lo dinámico y lo estático, entre el flujo de la vida hacia la muerte y la permanencia del recuerdo que fragua en leyenda o en mito, es lo que estructura la impecable teatralidad del espectáculo. A lo que hay que sumar el detalle no menos ponderable de los acentos regionales que la actriz otorga al discurso, según el texto pida el reconocible acento rioplatense, reclame la castiza dicción de la Xirgu o recree la cadencia andaluza de Federico.

De este inspirado encuentro entre el poeta mártir de Granada, la memorable actriz catalana y la sensible, consumada recreación de la intérprete argentina, el director español consiguió un concentrado poético que merecerían --¿necesitarían?— tener a disposición muchos más espectadores que los que caben en la próxima función. Esperemos que no sea, como se anuncia, la última.
 
FICHA TÉCNICA
Autor y director: Etelvino Vázquez
Actriz: Cecilia Hopkins
Sala: Osvaldo Pugliese, del Centro Cultural de la Cooperación, Corrientes 1543
Segunda y última función: viernes 11 de agosto a las 20:30