domingo, 10 de octubre de 2021

ADVERSARIOS

Coincidiendo con la llegada, algo tardía este año, de las aves homónimas, La Golondrina abrió sus alas –-o lo que es casi lo mismo: su escenario del barrio de Once, en el 2615 de la calle Sarmiento--, después del largo encierro pandémico. Acaba de estrenarse allí Adversarios, la adaptación teatral que Nicolás Porras y María Noble realizaron del relato de Antón Chéjov, Enemigos. Protagonizada y dirigida por el mismo Porras, con la actuación de Eduardo D Alessandro en el rol antagonista, la obra arranca con una escena sin palabras que es un desafío actoral mayúsculo. Un hombre sale de la habitación donde acaba de morir su único hijo, de seis años, víctima de la epidemia de difteria. Derrotado como padre y como médico, exhausto después de días y noches de lucha estéril contra la enfermedad que resultó más poderosa que su amor y que su ciencia, el hombre seca el sudor de su cara, parece hundirse en el extravío de preguntas sin respuesta, da unos pasos, vuelve, se sienta ante una modesta mesa escritorio, intenta leer y cierra con desprecio los libros inútiles de medicina. Estas acciones mudas tienen la tensión y el desgarro de un alarido, que Porras comunica con el lenguaje exacto de su gestualidad y movimientos. Si no fuera por el efecto hipnótico que producen esos minutos de puro teatro, el público sellaría la escena con una ovación. Lo que cambia el clima es la estridencia de un timbre que corta como tajo el duelo introspectivo. Al inoportuno, insistente llamado, le sigue la entrada de un hombre, encarnado por D Alessandro, que suplica primero y después exige al médico que vaya de inmediato a asistir a su mujer, víctima de un cuadro en apariencia grave. En adelante, comienzan a desplegarse las múltiples formas de la incomprensión de dos criaturas atravesadas por su propio dolor y la imposibilidad subjetiva de entender la frontera que los separa y los enfrenta. Frontera que no es sólo circunstancial sino también de status social y poder económico. El resto es una trama de crecientes y mutuas ofensas y de intentos de reparación condenados al fracaso. Pero que van desnudando el desamparo esencial de la criatura humana, cualquiera sea el grado de su saber o de su poder. Como en El testigo, la anterior puesta de este equipo teatral que integran el actor y director Nico Porras y la médica y sensible dramaturgista y gestora cultural María Noble, también en esta obra hay que destacar el cuidadoso tratamiento visual y sonoro de la puesta. La austera pero expresiva utilería y los climas generados por la iluminación y la música instalan, a la izquierda del pequeño escenario de La Golondrina, la modesta recámara de la casa del médico y, a la derecha, el señorial confort de la mansión del cliente. Menos es más en este espectáculo de chejoviana delicadeza que, a la manera de una golondrina venida de la Rusia de finales del Siglo XIX, hubiera detenido su vuelo en los altos de una casa del Once para recordarnos que, salvo algunos avances tecnológicos, en esta pospandemia del XXI, el comportamiento humano no ha cambiado demasiado. Como todo Chéjov, este relato devenido teatro conserva la mirada piadosa pero realista sobre los personajes, y es una reflexión sobre la vida, la enfermedad y la muerte. Y ahonda en las variables de ese ciclo, que incluye el amor y el odio, la desigualdad y las injustas jerarquías, la honestidad y la traición, el egoísmo, la dificultad de perdonar, los rígidos mandatos éticos, las ambiguas normas morales y la imperfección de la especie como límite de cualquier utopía.