"El arte no es un espejo para reflejar la realidad sino un martillo para darle forma". Bertolt Brecht
miércoles, 3 de septiembre de 2025
CRÓNICA DE HOPEAN MAA, DE JULIO FERNÁNDEZ BARAIBAR
Gobernantes corruptos, crueles o autócratas hay, hubo y habrá, en todo el mundo, para que historiadores y cronistas hagan dulce. Pero me parece que la ultraderecha fascista está consumando entre nosotros un experimento único y singularísimo. Que es, a la vez, criminal y ridículo. Es tragedia y bastarda caricatura a un tiempo. Provoca terror, náusea y carcajada.
Entonces, ¿cómo contarlo? El relato periodístico, el ensayo, el panfleto, la literatura y hasta el tecnodiscurso de la IA redundan y resbalan entre lugares comunes, naturalizando la deformidad sin dar cuenta de ella. Como si las palabras fueran incapaces de atrapar a las cosas.
Pero a veces aparece un chapulín colorado. En este caso, para poner a salvo al lenguaje, un patrimonio civilizatorio de la especie que está siendo arrasado por la misma barbarie depredadora, ahora llamada libertaria (confirmando la traición lingüística). Se trata de la Crónica de Hopean Maa, un relato por entregas que viene publicando en sus redes sociales Julio Fernández Baraibar. Desechando los discursos académicos -que domina-, el abogado, historiador, ensayista, periodista y poeta eligió un género plebeyo si los hay: la crónica juglaresca. Aquellos primitivos vates medievales, como sus herederos actuales de las murgas o de los cantos de tribuna, en su rudimentario y malicioso decir, siempre supieron atrapar las palabras como al descuido y zampárselas a las cosas que les corresponden, para regocijo de auditorios y lectores.
El humor fue siempre la herramienta popular para criticar el poder de las élites. El mecanismo consiste en ampliar el foco sobre el personaje o el hecho a repudiar y convertirlo en hipérbole. Lo deforma y, al tiempo que enuncia y difunde sus maldades, regala la catarsis de la risa.
Pero el experimento político que la ultraderecha está perpetrando en la Argentina es naturalmente deforme, grosero y burdo en su perversión, y contiene en sí mismo la desmesura que utilizaría el humor político para ridiculizarlo. Ergo, la ficción humorística también ha sido colonizada y neutralizada por lo real. Cualquier recurso metafórico luce gastado, vacío en su significación, insuficiente para contar la obscenidad del poder político y su ensañamiento con los sectores vulnerados de la sociedad, como los discapacitados, los jubilados, la niñez o los enfermos. Ni la estética del absurdo, ni la del grotesco criollo, ni el humor más refinado ni el más soez parecen capaces de contener el desborde de todos los límites concebibles por parte de un Gobierno contra Natura surgido de elecciones formalmente democráticas.
Por eso tal vez resulta tan eficaz y refrescante ese regreso a las formas de los antiguos trovadores que, en candorosos cuentos infantiles, incluían hambrunas, decapitaciones y otros terrores habituales sufridos por la plebe. La tensión entre aquella estética gótica sobreinscripta en un relato actual y reconocible en su perversión produce una suerte de fisión radiactiva de los significados.
En este punto, me vienen a la memoria dos textos, entre muchos seguramente, que han elegido parecida alternativa para comunicar lo inefable. Uno es del irlandés Jonathan Swift (1667-1745). Sí, el de Los viajes de Gulliver, pero en el relato satírico Una modesta proposición donde, ante la angurria de los ricos de su tiempo, el autor les sugiere comerse la sabrosa carne asada de los hijos de los pobres. Otro referente más cercano es nuestro Eduardo Tato Pavlovsky (1933-2015). En varias de sus obras teatrales y en otros textos desafió a reír a carcajadas del sufrimiento de los otros para blanquear la crueldad, indiferencia e hipocresía de las buenas conciencias. Como lo hizo en esta nota que escribió en 2004, de pavorosa vigencia: https://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-44358-2004-12-03.html?mobile=1
Volviendo a nuestra Crónica de Hopean Maa, y sin pretender una reseña exhaustiva de la aun inacabada composición -de la cual aparecieron las tres primeras entregas-, me limitaré a destacar uno de los, a mi juicio, más originales y conceptualmente valiosos hallazgos del texto: los nombres propios. Personajes y hasta lugares geográficos recuperan la carga semántica de la palabra o frase que originalmente se eligió para nombrarlos. Alterando ligeramente el orden de las sílabas o la grafía, o invirtiendo la dirección normal de lectura por la de derecha a izquierda (Yelim por Milei, Arinak por Karina), rescatando la etimología (coprolálico por maledicente), reemplazando el término actual por un sinónimo arcaico (Cofre de los Baldados por Caja de la ANDIS ), o combinando referentes simbólicos (Yago Hispánico por Diego Spagnuolo), la saga redescubre significados ocultos o desgastados por sobreuso en nombres de personajes del poder político o económico y de algunas otras realidades de la Argentina actual. Y en la misma operación, logra a veces un efecto sonoro que refuerza la intención latente en la fonética del ingenioso, pertinente neologismo. Tal el ruido crepitante y hostil que chirria al nombrar a la bruja Arinek.
Junto a los reconocibles y ramplones avatares de la historia, el peculiar nomenclador es un recurso tan potente que organiza una nueva gramática para referir al manicomial (y aun inconcluso, ¡ay!) reinado del gnomo Yelim y la bruja Arinek.
Es una crónica que no se queda en el mero anacronismo de escribir a la manera de los rapsodas del medievo. Inventa un lenguaje disidente, en rebeldía con la convención vacía y la solemnidad trivial de los discursos institucionales. La Crónica de Hopean Maa expone al rey desnudo lo mismo que a toda su corte y su tiempo. Un tiempo que todavía no hemos acertado a detener. Y cuyo culo al aire también nos averguenza.
sábado, 5 de abril de 2025
VIAJE AL FIN DE LAS SOMBRAS
El último sábado a las siete de la tarde salimos de casa, en caravana de tres autos. Fuimos a ver “Viaje al fin de las sombras”, en el Teatro de Villa Ruiz, un pueblo de 700 habitantes, vecino a Luján, en el municipio de San Andrés de Giles.
El teatro es así, sucede donde tiene que suceder. Permítanme una digresión, les aseguro que tiene que ver: en los años 80, la intelectual y activista Susan Sontag montó una versión de “Esperando a Godot” en la Kosovo devastada por la guerra, con artistas locales y entre los escombros. Ahora mismo, en la ciudad palestina de Yenín, en la Cisjordania ocupada y bombardeada por Israel, los jóvenes actores y actrices del grupo Teatro de la Libertad resisten ensayando su próximo e incierto estreno.
Es que el teatro ocurre adentro pero también por fuera de los centros de entretenimiento masivo. Con o sin subsidios oficiales. Estimulado o ninguneado por políticas institucionales. En megametrópolis o en poblados sin señal de wifi. Y precisamente cuando faltan las condiciones propicias es cuando más claramente se revela que el teatro es, por naturaleza, independiente. Lo es, incluso, en contra o a pesar de las condiciones que supuestamente lo favorecerían.
Por eso, para ver ese otro teatro, con mis hijos y mis nietos adolescentes, encaramos los 93 km que hay entre nuestros domicilios en CABA y el espectáculo escrito y dirigido por Guillermo De Blas e interpretado por Dolores Riera, Manuel Aimé y Lucas Caballero. El comentario y reportaje al director publicado en Página 12 por Cecilia Hopkins me motivaron, y una corazonada me decía que tenía que ver eso.
Salimos al atardecer y se nos hizo de noche justo cuando dejamos la Autopista AU7 para tomar la ruta provincial en los últimos 23 km. La noche estaba oscurisima, sin luna. Pero no hizo falta que el GPS anunciara la llegada a destino: dos chiquilines de unos nueve o diez años agitaban los brazos haciendo señas de ¡es aquí! y nos dieron la bienvenida llamándome por mi nombre y gesticulando luego las precisas indicaciones para que estacionáramos. El título de “Viaje al fin de las sombras” quedaba ya justificado. Pero habría más.
Después de una antesala bajo cielo estrellado -que en la ciudad no se consigue-, apurando un vaso de cola o de fernet, mientras los perros de la casa se acercan, amigables, a ver si ligan algún maní o el final de una empanada, llega la hora. Entramos de a uno, de la mano de quien nos ubica en nuestra butaca. La oscuridad es tan absoluta que se puede “ver” la música que compuso Santiago Mastronardi para este “Viaje… “ y que lleva por subtítulo “Tragedia criolla para actores de circo”. Aunque la obra va a contar lo que ocurre después de la tragedia. Como sea, desde los primeros minutos se advierte el cruce de géneros: circo, teatro, danza, clown, tragedia y poesía son lenguajes que se alternan o superponen en el discurso escénico.
Tras la oscuridad inicial, un haz de luz atraviesa a duras penas el polvo o la tiniebla y nos descubre a Margarita, Haroldo y Rulfo, los personajes. Por los disfraces harapientos y los restos de maquillaje en sus caras, parecen sobrevivientes de una troupe circense de una comunidad o un mundo casi extinguido. Deambulan a través del caos dejado por alguna catástrofe previa, arrastrando su carpa precaria y sus rutinas de fantasía alteradas por la realidad. La tiniebla en la que transcurre el espectáculo es un significante potente, que la puesta administra con rigor, casi con virtuosismo. Es un recurso que no sólo genera climas dramáticos sino que alude, a nuestro entender, a las falsificaciones de la vida real, que necesitan de la opacidad para urdir sus estafas.
Otro tanto ocurre con la música, que subraya, comenta o ridiculiza las acciones o los decires de esos payasos del inframundo. Lo mismo pasa con la sonorización, que recrea vientos, lluvia, truenos y tempestades con recursos artesanales, a la vista del público. Desnudando la tramoya escénica se alude tal vez a otras trampas, por ejemplo, la que oculta al actor detrás del personaje o debajo de la máscara, o la que al criminal lo traviste en víctima o en juez. Estremece reconocer, en esos cambios de identidades, las transacciones oscuras entre mentira y verdad que dominan los titulares de los medios de todo el mundo. Cada espectador acaso asocie alguna de las criaturas encarnadas o evocadas por esos comediantes con alguien cuyo nombre y apellido repite u omite, según convenga, la prensa, las redes o el manipulado sentido común.
El texto es de una exuberancia conceptual acaso excesiva, lo que debilita en parte la teatralidad. Las imágenes y situaciones que generan esos tres funámbulos terminales son de fuerte sugerencia, pero no siempre alcanzan para justificar las verdades profundas o las reflexiones trascendentes que pronuncian. Son enunciados inquietantes sobre la identidad y la palabra, sobre la vida y la muerte, sobre el odio, amor y la revolución, que no dejan indiferente al público, pero que no necesariamente surgen de la acción dramática previa. Algunos espectadores reconocerán citas, a veces tácitas y en algunos casos más literales, de autores o de saberes canónicos. Empezando por el título, casi una transparencia del “Viaje al fin de la noche”, la novela del notable y polémico Louis-Ferdinand Cèline, inspirada en la devastación posterior a la Segunda Guerra Mundial. Hay también un momento shakespeareano sobre la identidad, evocado por el monólogo de Hamlet frente a la calavera. En la reflexión sobre la palabra o el logos como fundante de la cosa resuenan desde pasajes de la Biblia hasta Borges. En algunas escenas se perciben ecos de Kafka, Nietzsche o Platón, de Beckett, de Pirandello o de Rodolfo Walsh. Pero el caos civilizatorio que denuncia la obra apela a tal abundancia de sentidos que parece dificultar la síntesis en una idea-fuerza que organice y conduzca el desarrollo dramático.
No obstante, hasta las probables fragilidades del espectáculo y, sobre todo, la elaborada estética de la puesta y la ductilidad corporal y gestual de los intérpretes armonizan en una totalidad de la que no se debe excluir aspectos extraescénicos (¿o no tanto?) como los detalles de la locación o el entorno mencionados al comienzo de estas líneas.
Tras los aplausos entusiastas y algún ¡bravo! en una sala de unos 40 asientos ocupados, los espectadores fuimos saliendo, la mayoría en silencio, como concentrados todavía en lo que acabábamos de presenciar.
En la galería, con guirnaldas de lamparitas de colores, una pequeña barra ofrecía empanadas, pizza y algunas bebidas. Más allá, en el pasto, las sillas y sillones ahora rodeaban un fogón encendido que invitaban a prolongar la velada. Merodeando, los mismos perros tamaño L, se acercaban, mansos y discretamente ávidos de atajar algún bocado al vuelo. El autor y director de la obra, el productor, Silvio Falasconi, y los tres actores, también salían y, mezclándose con el público, se prestaban sin forzamiento al intercambio de impresiones, preguntas y comentarios con el público. Sin flashes ni paparazzis, salvo las múltiples selfies con fondo de noche cerrada sobre la pampa. Pero no todo terminó ahí.
A la mañana siguiente, domingo y sin apuro, mi grupo de WhatsApp familiar estalló antes del mediodía con mensajes y réplicas: -Che, digan algo sobre lo que vimos anoche-, provocó uno … -A mí me gustó, pero mucho no entendí- se animó otra. -Yo tampoco entendí todo, pero me resultó muy movilizante, en algunos escenas parecía describir la realidad actual, además me recordó a La Zaranda, por esos personajes como muertos vivos…, asoció una tercera. Y el comentario menos pensado llegó de uno de los adolescentes (16 años) : -La obra tiene un enfoque oscuro que no tiene el teatro tradicional. La música y los títeres me parecieron muy buenos, aunque yo no la entendi mucho porque no habla de una historia en sí. Lo que creo que quiere representar es una reflexión sobre la identidad y la libertad.
“Viaje al fin de las sombras”, y el Teatro Villa Ruiz, los casi cien kilómetros que lo separan del hegemón cultural y comercial que es CABA, y los espectadores que se trasladan distancias infrecuentes para ver una obra hacen un combo estimulante y a la vez perturbador. Un fenómeno sociopoético (perdón, necesito el neologismo) que reclama ser abarcado por algo más que la reseña convencional de un espectáculo. Un fenómeno del que no puede dar cuenta sólo el análisis supuestamente calificado de una obra teatral sin incluir el impacto que tal hecho escénico produce en el conjunto de diversidades llamado público. Del cual un subconjunto bien podría ser este micromundo o tribu familiar que me acompañó, ahora que ya no puedo ir sola. Lo que, en mi caso, confirma otra vez que las insuficiencias también enriquecen el todo.
Por eso en este “Viaje al fin de las sombras” algunos de nosotros hemos logrado espiar o entrever o sospechar algo del misterio que, insidioso pero constante, nos acompaña en el recorrido.
FICHA TÉCNICA
VIAJE AL FIN DE LAS SOMBRAS
Elenco: Manuel Aime, Lucas Caballero, Dolores Riera.
Música original: Santiago Mastronardi.
Asistencia de escena: Camila Pozzi.
Dramaturgia y dirección: Guillermo De Blas-
Teatro Villa Ruiz, sábados a las 21.
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