La voz de
las mujeres -y de todas las víctimas de la cultura patriarcal- ha
desencadenado un proceso revolucionario global de reivindicación de
derechos y de transformación de códigos culturales que no tiene vuelta
atrás. Lo expresan las grandes movilizaciones mundiales por "Ni
una menos", por aborto legal, seguro y gratuito; por respeto a la
identidad de género autopercibida o, entre otros reclamos, por la aceptación de
un lenguaje inclusivo. Lo expresa también la ternura militante de Paloma, mi
nieta de 17 años, cuando me ilumina con sus reflexiones mirándome a los ojos o cuando
whatsappea (¡con su
abuela!), posteos de documentos que aportan al debate impostergable.
Y, como suele ocurrir en encrucijadas históricas como la que atravesamos, lo dice asimismo el lenguaje
poético, cuando sintetiza y potencia significados que, a veces, a la
argumentación teórica le resultan inabarcables.
Erica Rivas en una composición memorable. |
Fue, en
mi experiencia más o menos reciente, lo que encontré en Matate, amor, la
obra teatral interpretada con pasmosa expresividad por Erica Rivas, y que
todavía puede verse (la recomiendo, ¡sí!) en la sala Santos 4040, de Santos
Dumont 4040, casi esquina Corrientes. Y aunque no pretendo escribir una reseña
a la manera convencional, ya que por razones varias estoy alejada del oficio de
crítica teatral al que me dediqué por décadas, el contexto personal, social y
político me interpela y elijo responder.
Es la
historia de una mujer a quien el contrato social y el sentido común empujan a
la locura. En su monólogo, del que es alternativamente protagonista o
narradora, intercala de manera caótica deseos, frustraciones, recuerdos y ardores
asociados a su experiencia actual de sentirse extranjera en una zona rural del
interior de Francia, presa de una relación marital insuficiente y con un bebé
que le demanda una respuesta maternal que no logra satisfacer. El paisaje
natural que la rodea deviene asfixiante para su necesidad de ser otra, distinta
de la que le impone el deber ser. Los mandatos de un poder masculino en
apariencia civilizado, que espera de la mujer un apego pretendidamente natural
a la función materna, revelan aquí la sujeción al modelo de producción
capitalista montado en un patriarcado ancestral. Un sistema donde los roles
asignados según el género no se discuten, porque forman parte de un devenir
supuestamente natural, con fines productivos. Y reproductivos. Pero sin
embargo, cierta pulsión animal va emergiendo en el cuerpo de esa mujer que se
mira, como reconociéndose, en los ojos brillantes de un ciervo que asoma entre
la vegetación, o que blande amenazante un cuchillo de cocina. La misma que
nombra a su marido como “marido”, al bebé como “bebé” y al perro como “perro”, subrayando
la falta de nombres propios. Acaso porque el nombre propio indica identidad y
pertenencia, y esta mujer no se identifica ni se siente pertenecer al universo
familiar de esos seres ajenos.
Versión teatral
de la novela de Ariana Harwiccz -escritora argentina residente en Francia-,
el texto fue adaptado por la autora junto con Marilú Marini, a quien
corresponde el mérito de una puesta cargada de misterio y una dirección actoral
y escénica que permite el lucimiento de una actriz de recursos descomunales.
Erica Rivas lleva a su criatura hasta el precipicio de sus propios abismos
interiores y le exhibe también con toda la seducción, la furia y las
consecuencias de lo que en el personaje no termina de someterse a la
domesticación. Es sorprendente la fluidez con que la actriz transita de la
mordacidad a la aflicción, provocando en el público risas que se congelan en zozobra.
Con idéntica ductilidad, quiebra la ilusión ficcional para interactuar con su
asistente, la también actriz Milagros Plaza Díaz, sentada en la primera fila de
platea, a quien le pide el pie para retomar un parlamento. El recurso provoca
al público y consigue una eficaz toma de distancia de la fábula que involucra
inevitablemente a cada espectador.
La
sonorización, las luces, la voz en off del marido, las proyecciones de video y
hasta el vestuario, el maquillaje y los movimientos casi coreográficos de la
actriz acentúan el extrañamiento y la inquietud de un espectáculo que, al
tiempo que fascina durante su casi hora y media de duración, demuele cualquier
preconcepto sobre las relaciones de poder tradicionales. Y permite vislumbrar
el potencial transformador y la complejidad de un salto cultural en el que lo
disruptivo es el feminismo pero la afectación implica las relaciones humanas en
su multiplicidad.
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